Merengues. Merengues, bien tostados y con virutas de pistacho por encima. Eso nos comíamos los últimos sábados por la mañana. Siento que si sigo comiendo explotaré -me decías- pero también siento que si dejo de comer me lo pierdo durante toda la eternidad. Y seguías comiendo y hablando: quiero montar en globo, tocar la guitarra al borde de un precipicio, quiero meterme en la playa en pelotas y gritar hasta quedarme sin voz y enamorar a una muchacha locamente. Y yo te mentía: hazlo, aún te queda vida.
Te sentías como una persona a la que le dicen que se va a queda ciega. Esa persona lo primero que hará será cerrar los ojos e imaginarse cómo será vivir siempre en plena oscuridad. Tú hacías lo mismo, pero con la diferencia de que no podías detener por instantes tus latidos ni apagar tu cerebro y morirte un poco para saber que se siente o que no se siente, estando ya muerto.
Prepararte para la muerte es imposible. A eso no se prepara uno. Había días en que perdías la cuenta de los días que te quedaban. Y días en que te mirabas al espejo y te veías más blanco que la leche, con el cuerpo extra delgado y muy débil. Sin fuerza siquiera para tocar algunos acordes. Esos días estabas más muerto que vivo y yo te quería decir dentro de mi enfado con la vida y con la muerte: ¿ves? eso se siente cuando te mueres. No te lo preguntes más. Y eran tus huesos los que me consolaba mientras rajaba las paredes con las uñas que todavía me quedaban. Me pasabas por encima lo que te quedaba de brazo y yo sentía la muerte pesando en mi hombro, pero no te lo decía.
Te estabas muriendo. Era muy sencillo, y tan difícil de poder decírtelo a la cara cuando me preguntabas… Porque aunque lo sabías, notaba que necesitabas que alguien te dijese: hostias sí, te estás muriendo y no va a venir un súper héroe a cambiar el final de la película para que no mueras. No existen los putos milagros. Tienes un cáncer incurable y te mueres. Querías escucharlo, pero yo era incapaz de decírtelo. Me volvía loca dentro de esos pensamientos que callaba.
Así que mientras nos comíamos los merengues yo te miraba y alucinaba. Imaginaba que un día todo pasaría y nos iríamos de vacaciones a Las Vegas sin cáncer, sin contar los días de vida que te quedaban.
A veces llegué a pensar que necesitaba yo más que tú, creerme que te morías. Y es que, cuando tienes la realidad frente a tus ojos, en ocasiones no eres capaz de verla, porque te niegas a que suceda lo que no quieres.
Y cada año que pasa, cada año en que se cumplen años de tu muerte se me amargan todos los dulces y me acuerdo de ti y de mí. Y me hago aún las mismas preguntas que tú te hacías aún conociendo las respuestas.
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