Hace más de veinte años fui testigo como informador de la huelga general de la minería asturiana. Fue emocionante llegar hasta la bocamina del pozo Santa Bárbara tan cargado de historia y sufrimiento. Lo fue tanto o más masticar el silencio en las explotaciones de Hunosa. No se movían ni los pájaros. Por aquel entonces, tras la durísima reconversión de mediados de los ochenta, todavía restaban jirones de esa industria que alumbrara, por un lado, los conflictos laborales más enconados de la etapa democrática y, por otro, los mayores índices de solidaridad y concienciación de clase. Ya a principios del siglo XX las cajas de resistencia en los pueblos dependientes del monocultivo del carbón, para los que cerrar una mina significaba apagar la esperanza en el futuro, fueron todo una paradigma de un tiempo en el que la fuerza del trabajo se hacía valer, en condiciones más hostiles, como el derecho que es aunque hoy se conjugue en pasado imperfecto. Misterios del supuesto progreso.
Este discurso, que en la actualidad se tiene por rancio pues lo moderno viene a ser criminalizar al parado, explotar al necesitado o despedir por cuatro perras al empleado con nómina y dignidad, ha caído en desuso por el empuje de los hechos. Negarlo sería una necedad. Si algo aprendí en esos años es que una huelga general se hace para ganarla. No basta con cargarse de razones para convocarla sino de alentar un sentir colectivo de clase que no se compadece, ni de lejos, con la actual coyuntura del mercado laboral. No hay piquete informativo más eficaz contra esta movilización que se barrunta que el miedo a perder tu trabajo por precario que sea. Y eso es lo que hoy sobra. La reforma laboral merecería la medicina más extrema con la que cuentan los asalariados que todavía lo son y los millones que aspiran a ello. Sin ninguna duda.
No obstante sería un espejismo utilizar unas exitosas manifestaciones como termómetro para calibrar unos pulsos que se aceleran en cuanto el jefe te pregunta si vas a dejar de ir a tu puesto de trabajo según están las cosas. O eso o dejar de cobrar un día de jornal si la razonable estabilidad de tu nómina te permite actuar en consecuencia. En cualquier caso esta huelga, de llevarse a efecto, siempre serviría más como plebiscito sobre el papel de los sindicatos que como medio para hacer cambiar de actitud en lo sustancial al Gobierno. Ya ha adelantado que no lo hará y, en este caso, para llevar la contraria a sus sistemáticas mentiras, estoy seguro de que lo va a cumplir a rajatabla.
Todo ello en el escenario de la más nauseabunda campaña que uno recuerda en contra de las organizaciones sindicales. Que se haya llegado a escribir en portada de un diario que se burlan de las víctimas del 11-M, muchas de ellas afiliadas, por programar un acto ese mismo día, con independencia de que sea discutible su conveniencia, eleva las cotas de mezquindad a límites que se creían inimaginables. Las interesadas metonimias de mostrar una parte por el todo, es decir la foto de unos cuantos encapuchados de neurona minimalista quemando coches de ciudadanos a que igual no les llega ni para el seguro, complementan un paisaje que más que invitar a la esperanza invitan al exilio.
(Nota: No puedo por menos, una vez aludida someramente la etapa de la reconversión industrial, recomendar la lectura del reciente libro del maestro y amigo Mariano Guindal ‘El declive de los dioses’, una radiografía certera y amena de la transición económica en España)
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