¿Ha fracasado la izquierda?

28/02/2012

diarioabierto.es.

No soy muy dada a defender a brazo partido ni a las izquierdas ni a las derechas. Mi criterio -puede que errado- es que en el siglo XXI la única ideología dominante es la de los dineros y mi experiencia -contrastada desde todos los frentes- es que abundan ineptos y chorizos de todos los colores. He tenido el dudoso honor de conocer a personajes repulsivos e indignos pertenecientes a cualquier sigla que se precie: henchidos de arrogancia, puedo confirmar que cuanto más inútil, más altivo. A nada que indaguen, comprobarán que los aparatos de partido son maquinarias de perfecto engranaje diseñadas para la consecución y el mantenimiento del poder por encima de fines más nobles. Si alguna vez tienen ocasión de acudir al Parlamento, también podrán verificar que tras el espectáculo teatral representado con frenesí en el hemiciclo, las batallas allí escenificadas tornan a compadreos en los pasillos y a tratos con truco en despachos, mesas y barras de postín. Reparto estopa -merecida e intento que argumentada- a tirios o troyanos sin remilgo alguno, pero dicho esto, he de confesar que los que se autodenominan izquierda perdieron el norte hace tiempo y no parece que vayan a recuperarlo en el medio plazo. Sobrados de talento para adoctrinar con éxito y buen tino a las masas sobre los principios que abanderan -laicismo, feminismo, libertad sexual, anticlericalismo, etc.- dejaron de lado demandas prioritarias de los ciudadanos en el día a día – sanidad, educación, empleo, economía…-. Se han recreado con lo peor del capitalismo más voraz que tanto desprecian -en un claro ejercicio de incoherencia- aferrándose al poder por encima del sentido común, dejando una estela de corrupción, amiguismo, enchufismo, nepotismo, despilfarro y ruina que avergüenza al más devoto. Han abusado tanto de los privilegios y el sectarismo de los sindicatos, que éstos, uno de sus más fieles instrumentos, perdieron toda credibilidad ante la opinión pública: ya no son influyentes. Las movilizaciones callejeras que antaño tan buenos resultados dieron, pierden verosimilitud. Por muy maestro que uno sea en el arte de la propaganda y la manipulación ya no cuela que durante siete años desastrosos nadie patease el asfalto, mientras que tan sólo dos meses después de la llegada del nuevo gobierno, retornen las protestas masivas y las visitas -algunas no exentas de radicalismo- ante las sedes de los recién llegados. Ni siquiera les salva el apoyo mayoritario de los medios de comunicación españoles, perdiendo incluso uno de sus bastiones, el diario Público. El cierre de cualquier medio es una tragedia: más parados y menoscabo a la libertad de expresión. Pero nunca he entendido el sectarismo desmesurado en publicaciones de referencia, ni los de una línea editorial ni los de la otra. Determinados comportamientos, opiniones y declaraciones resultan más adecuados en boca de mitineros enfervorizados o de cargos electos que se juegan el sillón y los euros, que de profesionales de la comunicación en los que debería primar el rigor, la objetividad y la imparcialidad. Esta espiral de despropósitos, de menoscabo de la credibilidad a pie de calle, de pérdida de aliados mediáticos y hasta de brazos ejecutores, no ha sido suficiente para que la izquierda española se haya puesto las pilas iniciando un profundo ejercicio de reflexión y autocrítica que desemboque en una renovación interna, en una regeneración de partido en toda regla. Frente a eso, mantienen a un líder que ya trasteaba en la década de los ochenta del siglo pasado y permiten blindarse a muchos personajes siniestros que deberían haberse marchado a sus casas en vez de enrocarse a cargos que no les pertenecen por decreto -llámense Chaves, Griñanes, Pepiños, Lissavetzkies y otros tantos- mientras ponen zancadillas a los que ya deberían estar escribiendo los renglones de la izquierda del futuro.

Nuestra democracia está necesitada de opciones políticas fortalecidas que potencien el esfuerzo permanente, que mantengan en tensión al adversario, que les impulse a la búsqueda constante de la excelencia en los gobiernos, que les exija superación diaria, alimentando la competitividad por ser los mejores sin favorecer la autocomplacencia -semilla de tantos fracasos- de saberse sin oponente válido.

Twitter: @CarmelaDf

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