Hace décadas comenzaron a fijarse los principios del transhumanismo estableciendo la tecnocracia como el elemento esencial para convertir a los seres humanos en un proyecto de transformación sin límites. Nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestra naturaleza, nuestro tiempo en el mundo no tiene límites. O, al menos, eso piensan, o eso nos cuentan.
A partir de ese momento, a finales del siglo pasado, los tecnócratas del mejoramiento humano se convirtieron en gurús que exigían el libre acceso a todo tipo de tecnologías y la libertad absoluta para decidir qué cambios introducimos en nuestros cuerpos y nuestras mentes, incluidas las decisiones sobre las tecnologías reproductivas con las que queremos que nuestros hijos nazcan.
Según ellos no hay que tener miedo alguno, porque cualquier riesgo se ve superado por los cuantiosos beneficios y grandiosos escenarios que se abren ante la humanidad. A fin de cuentas, aseguran, seremos mucho más viejos, mucho más, mucho más listos. Percibiremos cosas que ahora mismo nos son desconocidas. Dueños de nuestros cuerpos y nuestras emociones. La libertad y el “progreso” por delante de todo.
Nuestros cuerpos actuales podrán ser superados por la fuerza de la tecnología y por la voluntad de mejora, evolución y adaptación de nuestra propia vida. Tan superados pueden quedar nuestros cuerpos que hasta el género puede desaparecer. El mundo concebido desde parámetros patriarcales, el feminismo tal cual lo conocemos, podría verse sustituido por un mundo ciborg.
Un ciborg, nos cuentan, es un humano, pero es máquina, una fusión, o una confusión, aún no lo sabemos. Las diferencias entre naturaleza y vida artificial desaparecerán. El hombre puede replicar, recrear el universo. Tal vez puede competir hasta con Dios. El mito de Frankenstein está a la vuelta de la esquina.
Hasta aquí las disparatadas pesadillas de quienes creen que podremos desbordar a la naturaleza y los límites que nos impone. De quienes creen que podemos elegir ser humanos, transhumanos, no humanos, del sexo que elijamos, o de otra especie. Y además porque yo lo decido.
Ser transhumanista tiene que ver con la apuesta por la biotecnología, como forma de adquirir nuevas capacidades. Los biohackers hacen con nuestros cuerpos lo que un hacker perpetra en un sistema para transformarlo y hacerle desarrollar procesos que no fueron pensados en sus inicios. Un biohacker presumirá de ofrecernos nuevas posibilidades para nuestros cuerpos. No sólo en nuestros músculos. También en nuestras mentes.
De la misma forma que los modernos genios de las redes sociales comenzaron sus andanzas en viejos talleres y garajes de sus casas, los biohackers siguen sus pasos y sacan sus laboratorios de los centros de investigación, empresariales o universitarios, para trasladarlos a sus viviendas.
El nuevo mesianismo transhumanista nos exige aceptar sus principios científicos, sus apariencias de progreso infinito, sus formas de entender nuestra salud, los alimentos que comemos, las bebidas que consumimos, con quiénes nos relacionamos y hasta el aire que tenemos que respirar. Es una dictadura no impuesta a la fuerza. Una dictadura en la que creemos ser libres.
El sometimiento a este conglomerado de ciencia, tecnología, nutricionismo, electrónica, medicina, genética, persigue la modificación de los seres vivos. Nuestros cuerpos se convierten en campos de entrenamiento y experimentación para dispositivos, implantes, conectados con nuestros móviles, que transmiten a la nube nuestros datos de todo tipo, desde ubicaciones a datos biomédicos y desde donde recibiremos consejos, indicaciones, alertas.
La seguridad de nuestros datos pasa a un segundo plano, sometida a los nuevos intereses empresariales. Con el apoyo y el intercambio, sin pasar por universidades, sin entrar en los departamentos de investigación de grandes empresas, con costes mínimos, estos biohackers desean seguir los caminos de los Google, Facebook, Apple, o Microsoft.
Nos movemos ya en un disparatado mundo de biohackers, transhumanistas, bioingenieros, biotecnólogos, grinders, volcados en convertirnos a la religión de mejorar nuestros cuerpos y nuestros sentidos. Conviene, tal vez, parar un momento e intentar poner un poco de orden en el papel y nuestras relaciones con la tecnología en el mundo que se avecina.
Comenzamos a necesitar más filósofos y menos tecnócratas aprendices de brujo.
Aviso Legal
Esta es la opinión de los internautas, no de diarioabierto.es
No está permitido verter comentarios contrarios a la ley o injuriantes.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios que consideremos fuera de tema.
Su direcciónn de e-mail no será publicada ni usada con fines publicitarios.