Cuando en cualquier país democrático de nuestro entorno lo lógico y la habitual sería responder con un pacto de Estado a las demandas imperiosas de los ciudadanos. Aquí y ahora, con esta clase política que padecemos, el gobierno y sus socios parlamentarios parecen empeñados en resucitar ese Spain is different, de la década de los sesenta y en lugar de dialogar y consensuar con la oposición para dar solución a los problemas y necesidades de los españoles se dedican a dividir a la sociedad y enfangarse los unos a los otros.
Y eso, que es la tónica general desde la llegada del sanchismo a La Moncloa, es lo que acaece también con la vivienda, el principal problema de los españoles que detectan los sondeos. Siete años lleva 7 años la coalición socialpopulista en el Gobierno de España y la escasez de viviendas tanto de compra como de alquiler social sigue siendo una, como tantas otras, de las grandes promesas incumplidas de Pedro Sánchez, incluida la creación de una empresa pública de vivienda, que no es más que la resurrección del Instituto Nacional de la Vivienda de ese Franco al que tanto utiliza, probablemente porque tanto admira.
Más de 400.000 viviendas lleva prometidas Sánchez desde el inicio de su mandato todavía seguimos esperando la primera- sin entender que para dinamizar y abaratar el mercado de vivienda, lo que realmente funciona es estimular la oferta. Se necesita liberar suelo urbanizable, rebajar la elevada fiscalidad y en el caso del alquiler, dar mayor seguridad jurídica, eliminando la indefensión legal y formal del propietario ante impagos, ocupaciones y destrozos, además de eliminar o agilizar la burocracia. Factores todos ellos que encarece políticamente tanto la creación de vivienda nueva como la venta o puesta en alquiler de vivienda ya construida.
«No es normal que se necesiten 10 años para modificar un plan de ordenación urbana”, resaltaba recientemente Pedro Fernández Alén, presidente de la Confederación Nacional de Construcción, para añadir que «los problemas subsanables no deberían anular una planificación porque crea lentitud e inseguridad para los promotores inmobiliarios».
Es imprescindible que los partidos políticos se pongan de acuerdo en una Ley del Suelo y que el gobierno de seguridad jurídica para que un defecto no anule la planificación urbanística. Eso y que alguien desde la Administración explique por qué no se está construyendo más vivienda en un país donde se están creando 220.000 hogares cada año y sólo se construyen 85.000 viviendas, lo que hace que el problema sea ya apremiante.
Es lo que ocurre cuando el sectarismo ideológico se antepone a la lógica económica y a la realidad social. Como ocurre con la reducción de la jornada laboral. Una imposición autoritaria de la ministra Yolanda Díaz, la de los cohetes y los algoritmos, para intentar recuperarse de su declive electoral y con la colaboración inestimable de CCOO y UGT, convertidos en sindicatos felpudos del Gobierno y en cómplices de la agonía del diálogo social que apunta a especie en fase de extinción.
Resultaría inverosímil, si no fuera una realidad, que en un país con más de 3,5 millones de parados reales, donde la contratación indefinida apenas supera el 35% del total de los contratos y hay 831.865 fijos discontinuos inactivos, que tiene un millón de personas que compaginan dos o más empleos, donde la productividad está un 20% por debajo de los países industrializados, el Gobierno y los sindicatos mayoritarios se preocupen sólo de imponer medidas demagógicas y poner palos en las ruedas de la inversión en lugar de dedicarse a crear puestos de trabajo.
Cualquier persona con nociones elementales de economía y que conozca o haya pisado alguna vez una empresa sabe, o debería saber que es el aumento de la productividad lo que permite reducir la jornada y subir los salarios, mientras que una reducción de jornada impuesta supone desajustes organizativos aumento de los costes laborales y, por tanto, caída de la productividad y un freno a la contratación, cuando no cierres empresariales y destrucción de puestos de trabajo.
Pagar menos horas y mantener los salarios supone una subida adicional al aumento de los costes laborales que están creciendo al mayor ritmo de los últimos 24 años asfixiando, junto a los impuestos abusivos, a las pequeñas y medianas empresas que suponen más del 98% de nuestro tejido empresarial, que aportan el 70% del empleo nacional y que difícilmente podrían afrontar la situación por lo que se verían obligadas a despedir trabajadores o al cierre del negocio.
Claro que ahora para que se apruebe el decreto en el Congreso Sánchez tendrá que volver a humillarse y pedir permiso a su jefe Puigdemont que es el quien de verdad manda y gobierna como ha vuelto a demostrar obligando al inquilino de La Moncloa a trocear el decreto ómnibus, que sólo horas antes decía que era inamovible, y a tramitar la moción de confianza.
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