Analizaba casi sin dar crédito el contenido de la proposición de ley presentada por el PSOE en el Congreso para eliminar la acusación popular y amordazar a la Justicia y a la prensa libre, cuando no puede menos que recordar la soflama del presidente Pedro Sánchez durante el acto inaugural de su romería franquista en la que alertaba sobre la posibilidad de una vuelta de la dictadura. Palabras que, vista la citada proposición de ley, más que un aviso parecen una profecía o una declaración de intenciones en toda regla y sin pudor.
Una iniciativa legislativa, esta del Grupo Socialista, que limita también las actuaciones y las opiniones de los jueces, hecha a imagen y semejanza de las graves acusaciones de corrupción que amenazan a su entorno familia y con el único objetivo de aplicar una amnistía encubierta a su mujer, Begoña Gómez, y a su hermano, garantizado así una impunidad a la carta porque se aplicaría con carácter retroactivo y que, además, no sólo es inconstitucional, como han advertido ya todas las asociaciones judiciales, sino que supone un atentado contra el Estado de Derecho y la libertad de expresión, al más puro estilo de la autocracia de Maduro en Venezuela. Recordar que el artículo 125 de nuestra Carta Magna, afirma textualmente que “los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado”.
Con un Tribunal Constitucional de obediencia mayoritaria al sanchismo gobernante y un Fiscal General del Estado a la imagen, semejanza y al servicio del Gobierno, la nueva maniobra de La Moncloa conlleva a una involución democrática que alienta la desconfianza en las instituciones y ambiciona acabar con la independencia de los jueces que son, junto con los medios de comunicación independientes, la única defensa contra
las omisiones, ofensas y agresiones que nuestra Carta Magna y el Estado de Derecho sufren hoy por parte del Gobierno que debería defenderlos y de sus socios enemigos de España y de las libertades.
Una insolencia más que despierta las alertas sobre los preocupantes síntomas de envenenamiento por odio y perversión que hoy padece la democracia española y que se van transformando en graves manifestaciones de una enfermedad que amenaza con demoler los fundamentos de nuestro sistema de libertades, de la economía de mercado, de la libertad de información y del Estado de Derecho, a través del asalto por el Ejecutivo a las principales instituciones del Estado, en un claro intento de acabar con la división de poderes, principio esencial de las democracias representativas y parlamentarias.
En vista de todo esto, quizás deberíamos empezar todos a darnos cuenta, y especialmente los partidos democráticos y las instituciones que todavía resisten, que lo que está en juego no es sólo la credibilidad de España, que también, sino y principalmente los derechos y libertades de cada uno de los españoles y la separación de poderes como pilar básico y garante de la democracia.
Como señalan los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su profético libro Cómo mueren las democracias, «deberíamos preocuparnos en serio cuando un político: rechaza, ya sea de palabra o mediante acciones, las reglas democráticas del juego; niega la legitimidad de sus oponentes; tolera o alienta la violencia; o indica su voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación. Un político que cumpla siquiera uno de estos criterios es causa de preocupación».
Porque la democracia ya no termina con un bang (un golpe militar o una revolución), sino con un leve quejido: el lento y progresivo debilitamiento de las instituciones esenciales, como son el sistema jurídico o la prensa, y la erosión global de las normas políticas tradicionales.
Y frente a esto y en contraste con la inmediata actuación de las asociaciones judiciales no sorprende, pero inquieta la tolerancia con el sanchismo de Comisión Europea y el resto de organismos de la UE, que con tanta celeridad y contundencia actuaron contra las actuaciones similares en Hungría y Polonia. Una Unión Europea hoy irrelevante en el escenario internacional y burocratizada que, lejos de ser garante de los derechos y libertades democráticas, se ha convertido en una comunidad de intereses y un abrigo de políticos mediocres. Y luego se sorprenden de la proliferación y el auge de los extremismos.
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