El silencio de los cómplices

18/10/2024

Rocio del Carmen Rodríguez.

El eco de los pasos de Juan Francisco García y Joaquín Miguel Barceló resonando en la Ciudad de la Justicia de Valencia, mientras recogían en silencio la sentencia del caso Erial, es la imagen perfecta de la descomposición moral que ha corroído la política española. El caso no es solo un expediente judicial más, es una herida abierta que deja al descubierto lo más oscuro de nuestra sociedad: la corrupción rampante que, una vez más, alcanza las más altas esferas del poder.

Eduardo Zaplana, exministro y expresidente de la Generalitat Valenciana, ha sido condenado a más de diez años de prisión por su papel en una trama de sobornos y blanqueo de capitales. Un hombre que llegó a lo más alto en política, ahora cae, arrastrando consigo la imagen del sistema que lo permitió. Y mientras esto ocurre, la ciudadanía vuelve a mirar, cansada y con el alma desgastada, otro caso de corrupción que reaviva el sentimiento de que en España, los poderosos pueden hacerlo todo, incluso arruinar el futuro de las personas comunes.

Hay algo profundamente desesperante en esta escena. No es la primera vez que asistimos al espectáculo de políticos condenados, y probablemente no será la última. Pero lo que duele es que, pese a las sentencias, pese a los titulares, el entramado de la corrupción parece inmutable. La Justicia cumple su deber, sí, pero las raíces del problema siguen tan firmes como siempre. Condenan a Zaplana y a otros seis más, pero ¿y los otros ocho absueltos? ¿Y las decenas de cómplices invisibles que continúan manejando los hilos de las instituciones con la misma falta de escrúpulos?

Este no es solo un caso de malversación o sobornos. Es la historia de un país que, durante años, ha sido testigo de cómo el poder político se desenvuelve en una dimensión paralela, alejada de las preocupaciones y los problemas cotidianos de la gente. Cada euro que Zaplana y los suyos desviaron, cada contrato inflado para alimentar su maquinaria de poder, es un golpe directo a los servicios públicos que tanto necesita la sociedad española. Es menos inversión en hospitales, menos recursos para la educación, menos oportunidades para aquellos que no tienen otro capital que no sea su esfuerzo.

Y mientras estos personajes recogían sus sentencias con total frialdad, sin una palabra, sin una pizca de remordimiento, miles de ciudadanos apenas logran llegar a fin de mes. Para ellos, la justicia llega demasiado tarde, y muchas veces, no llega en absoluto. Porque aunque la sentencia condena a unos pocos, la sensación de impunidad flota en el aire. Nadie pidió perdón, nadie reconoció el daño causado. Es como si el espectáculo de la justicia fuese simplemente otro trámite burocrático que, una vez superado, se olvida.

La Comunidad Valenciana ha sido, durante años, un escenario propicio para estas tramas corruptas. Desde el caso Gürtel hasta el caso Erial, pasando por tantos otros escándalos, parece que una generación de políticos vio en la gestión pública una oportunidad para enriquecerse personalmente, sin importar el coste social. Pero lo que es más alarmante es que, después de tantos años de casos de corrupción, el sistema sigue permitiendo que estas prácticas florezcan ante el silencio cómplice de todos.

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