Vaya por delante que Pedro Sánchez está en su derecho de no declarar contra su mujer. De acuerdo con el artículo 416 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal Sánchez, como esposo de Begoña Gómez, está dispensado de la obligación de declarar en su contra. Una exención que se establece para los familiares en línea directa ascendente y descendente del investigado, así como sus hermanos, cónyuge o pareja.
Sin embargo, su silencio y su posterior huida hacia adelante querellándose contra el juez utilizando a la Abogacía del Estado distan mucho de dar credibilidad a los deseos de “colaboración con la Justicia” que había manifestado en los días previos, además de evidencia un uso patrimonial de los recursos estatales más propio de dictaduras populistas que de gobiernos democráticos.
Pero aunque no haya declarado el Presidente lo que no va a conseguir es eliminar las sospechas, sino acrecentarlas, y tampoco parar las investigaciones. Especialmente por la ausencia de explicaciones y la asunción de responsabilidades, que es lo que correspondería a cualquier gobernante democrático en un Estado de Derecho sobre unos hechos que están en proceso judicial y que hasta el momento ni siquiera han sido desmentidos.
Porque con independencia de que haya, o no, posteriores responsabilidades judiciales es indudable que existen responsabilidades políticas y éticas, máxime cuando uno de los presuntos implicados y ya en condición de investigado, el empresario Carlos Barrabés, declaró ante el juez que al menos en dos ocasiones Sánchez había estado presente en las reuniones que mantuvo con Begoña Gómez en La Moncloa utilizando la sede de la Presidencia del Gobierno para negocios privados, vulnerando el principio democrático de neutralidad institucional.
Y cierto es que el hecho de que el juez Peinado quisiera interrogar a Pedro Sánchez por la investigación en marcha sobre los negocios de su mujer no implica, a priori, ninguna acusación, presunción o sospecha sobre la persona del presidente del Gobierno. Se le cita como testigo únicamente porque se considera “conveniente, útil y pertinente reabrir declaración al esposo de la investigada” como afirma el propio magistrado en su resolución.
Aunque en el caso de las responsabilidades políticas y morales conviene recordar aquí el ejemplo de su homólogo portugués, Antonio Costa, cuando en noviembre de 2023 presentó la dimisión como jefe de un gobierno con mayoría absoluta ante la apertura de investigación en un caso de tráfico de influencias, corrupción y prevaricación en proyectos energéticos, por ser “incompatible” con la dignidad del cargo, y también con la dignidad política y personal. Presuntos delitos, los dos primeros similares a los que se investigan en el caso de Begoña Gómez, que no le afectaban directamente a él sino a algún ministro en su gabinete.
“La dignidad de las tareas de un primer ministro no son compatibles con ninguna sospecha sobre la integridad, el buen comportamiento y menos aún con cualquier tipo de acto delictivo”, afirmó Costa en su renuncia. Palabras que contrastan vivamente con los que está sucediendo hoy en España, y también con lo que pensaba, o decía que pensaba, Pedro Sánchez cuando en julio de 2017 acusaba al entonces jefe del Ejecutivo, Mariano Rajoy de hacer “un daño irreparable a la imagen de España” y de manchar “la proyección internacional y el prestigio de nuestro país”. Soflama que exclamaba categórico en sede parlamentaria a raíz de la declaración como testigo de Rajoy en el caso Gürtel.
“Para España es mucho que usted abandone la presidencia del Gobierno que permanezca en ella”, añadía entonces Sánchez, para concluir que “solo le queda una salida honorable, presente su dimisión”. Como diría el castizo, “consejos vendo y para mí no tengo”.
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