Siempre que aparece un problema aparentemente irresoluble alguien evoca el mantra de la Formación como la gran solución. Todos saben que la formación es parte de la soclución y del propio problema, pero invocar su nombre permite renunciar a cualquier otra intervención y depositar todas las esperanzas en una cesta que, por sí misma, no va a solucionar el problema.
Es verdad que las transformaciones del mundo del trabajo hacen inevitable que las cualificaciones terminen siendo distintas. La formación deberá, por lo tanto, cambiar. Pero estos cambios no permitirán que el trabajo deje de ser un trabajo de mierda, a la manera en que el recientemente fallecido David Graeber lo formuló.
Mientras tanto las instituciones educativas han relegado su papel formativo para anteponer su papel de empleabilidad. El número de empleos conseguidos por los egresados de una universidad se convierte en objetivo prioritario. La inserción laboral en un mercado cambiante y competitivo se convierte en lo más de lo más.
Se crean departamentos, vicerrectorados, servicios de empleo, oficinas especializadas que enumeran los contenidos específicos y trasversales que hay que desarrollar para que los nuevos titulados encuentren muchos y abundantes empleos en un tiempo mínimo.
Las nuevas formas de producción son ingobernables a nivel nacional, o regional, se producen en contextos poblacionales que forman parte de eso que se ha denominado nuevas formas de globalización. No importa lo que hoy sepas porque no servirá para mañana. Lo importante es contar con personas capaces de adaptarse rápidamente a cada cambio inesperado.
La formación es un proceso continuo, una necesidad, un proyecto de vida, que incluye la formación básica, inicial y la recualificación que se mantendrá a lo largo de toda la vida. Hasta los jubilados son un campo de experimentación para esta nueva formación. Las personas mayores deben ser digitalizadas aceleradamente y adquirir nuevas competencias al servicio de la mercantilización de la vida.
El problema es que eso que llamamos nueva globalización se ha asentado en los bajos costes de los transportes y las comunicaciones internacionales. Las industrias y la distribución se deslocalizaron con bajos costes. Pero ese proceso se ha agotado, es irrepetible, no volverá.
Las cadenas globales que buscaban romper los procesos productivos para disminuir los costes laborales ya no siempre son rentables, mientras los responsables de estas decisiones se muestran incapaces de prevenir los desastres que se anuncian en el horizonte, como no vieron venir el golpe de la crisis financiera de 2008.
Las Naciones Unidas han enunciado los Objetivos de Desarrollo Sostenible, en el marco de la Agenda 2030. Entre esos Objetivos no podía faltar el de una educación inclusiva, de calidad, igualitaria, a lo largo de toda la vida. Pero de nuevo se ponen al servicio de un crecimiento económico insostenible.
Nuestras altas tasas de paro, el alto impacto del fracaso escolar y del abandono educativo temprano, hacen que sean muchos los organismos internacionales que nos recomiendan redoblar los esfuerzos formativos, entre otras cosas para compensar, además, las desigualdades territoriales.
Da la sensación de que reforma tras reforma, hemos agotado nuestra capacidad de mejorar nuestra educación. Nos hemos empantanado. No atendemos bien las necesidades de las empresas, ni tan siquiera las de las personas. Invertimos dinero en mejora de la digitalización, el uso de nuevas tecnologías y técnicas de comunicación e información, con escasos resultados.
Cuando me tocó asumir las responsabilidades de Formación para el Empleo en CCOO me esforcé por establecer un marco que priorizase los procesos de Formación Dual y avanzamos notablemente en la normativa para avanzar por ese camino, pero lo cierto es que estos programas se encuentra infrautilizados.
Contamos con muchos titulados superiores universitarios, pero nadie se encarga de buscar empleos adecuados para los mismos. La sobrecualificación convive con la baja cualificación y la existencia de muchos puestos de trabajo que no se cubren, precisamente por falta de cualificación. Todos hablan de la formación, pero pocos la toman en serio.
La famosa cooperación entre empresas, sindicatos, centros educativos de todos los niveles y administraciones cercanas a la ciudadanía, sigue siendo un oscuro objeto de deseo, pero no una realidad cotidiana. Entretenidos como estamos en las fáciles peleas sobre asuntos políticos espurios y banales, pero muy rentables para la mediocridad imperante, no nos ocupamos de problemas como el de la educación.
Una educación que, reitero, no tiene posibilidades de cambiar el mundo por sí sola, pero que puede contribuir a mejorar el horizonte de muchas vidas.
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