Un buen diagnóstico es sin duda una cuestión necesaria para poder encontrar las soluciones adecuadas a los problemas y el Comité Federal del PSOE no parece haber estado muy fino en su análisis al escudarse en la crisis económica como justificante de su derrota electoral.
Es cierto que la crisis económica se ha llevado por delante a Gobiernos de todos los colores que tuvieron que hacer frente a la gestión de la crisis, pero también lo es que todos ellos, con independencia de su orientación política, compartían una misma receta y aplicaban un mismo método: controlar el deficit a toda costa, introduciendo recortes que sembraban inquietud y desconfianza entre los ciudadanos, empobrecían a muchos de ellos y, a la larga, reducían la actividad económica y abocaban a sus países a la recesión.
Las elecciones del 20N han dado el triunfo electoral a un partido – el PP que previsiblemente va a seguir aplicando, si acaso con diferencias de matiz, las mismas políticas que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que, por otro lado, son las que dictan la UE y las instituciones financieras internacionales.. Así que no parece que la crisis por si sola pueda servir como explicación de lo ocurrido.
El PP con un pequeño incremento de votos ha arrasado y ha conquistado una amplia mayoría absoluta, que no obedece tanto a méritos propios como a los deméritos de su contrincante, a la huida en masa, a la desafección de los votantes socialistas, Y, para abordar el futuro, en lugar de escudarse en la crisis, deberían preguntarse que es lo que han hecho mal y por qué se ha producido el desencanto y el desánimo de quienes tradicionalmente venían prestándoles su apoyo.
Y, probablemente, habría que hablar de la pérdida de identidad del partido, de la necesidad de revitalizar y actualizar el proyecto socialdemócrata para adaptarlo a los nuevos tiempos, a las nuevas realidades y a las nuevas circunstancias; de una forma de gestionar cada vez más alejada de la calle, de los intereses y del sentir de la gente común.
Recuerdo que en 1983, tras el primer gran triunfo electoral del PSOE, Luis Solana, uno de los socialdemócratas más lúcidos, señalaba que el gran reto iba a ser saber conciliar la entrada en los palacios sin abandonar las cabañas, pisar la moqueta de los despachos sin abandonar la calle. Y parece que tenía razón. Progresivamente el PSOE, en aras de un pragmatismo mal entendido, ha ido olvidando que el poder no es un fin en si mismo, sino un medio para impulsar sin sectarismos las transformaciones que se consideran necesarias.
Los sucesivos Gobiernos del PSOE han gobernado y gestionado eficientemente y nadie puede negar que la modernización de España y casi todos los cambios y conquistas sociales han sido promovidos por Gobiernos socialistas. Pero su creciente desvinculación de las bases, de la ciudadanía, crea una imagen de despotismo ilustrado – todo por el pueblo, pero sin el pueblo – muy poco motivador y estimulante. Gestores tecnocráticos eficientes, pero aislados, encerrados en su torre de cristal, y ausentes de la sociedad.
Probablemente el votante socialista, con independencia de los resultados efectivos, hubiera agradecido que el debate, antes de la crisis y también con la crisis, no se hubiera producido en el campo definido por el aparato de ideólogos conservadores y neoliberales, discutiendo matices y grados de intensidad, sino oponiendo propuestas alternativas inspiradas en la protección y defensa de los ciudadanos y no de las instituciones causantes del desaguisado. Esto, unido a una más activa presencia y con voz propia en el concierto internacional y, por supuesto, una mayor transparencia, hubiera marcado una diferencia sustancial.
Los resultados son lo de menos. Lamentablemente todos saben como funcionan los mercados, que el margen de maniobra es más bien escaso y, a regañadientes, acaban aceptando los recortes de sus condiciones de vida y bienestar Pero, al menos, resultaría reconfortante saber que se ha intentado dar la batalla.
Las elecciones no se ganan ni pierden, salvo ocasiones excepcionales, en el último minuto, en una campaña electoral, sino que son el precipitado de una serie de emociones, sensaciones y percepciones que se construyen en el tiempo. En la normalidad democrática no hay muchas ocasiones para el entusiasmo, pero tampoco se debe aceptar como normal la indiferencia y muchos menos el desencanto y el desánimo.
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