El valor de un voto: crónica de la noche electoral desde Génova

22/11/2011

diarioabierto.es.

Me despiertan las gotas de lluvia sobre el tejado abuhardillado. Domingo desapacible, de los que invitan a apurar las sábanas hasta el mediodía, de los que sugieren tertulia interminable frente a una chimenea mientras se saborea un tinto con cuerpo que reanima hasta las entrañas cuando el frío acosa. Lejos de dejarme llevar por la pereza que promueve tan desagradable meteorología, salto de la cama. No se trata de un día cualquiera durante un otoño lluvioso en la capital de mis amores. Es una fecha señalada y seré partícipe desde el ámbito que me corresponde como demócrata convencida: depositando mi voto en una urna. Pero no sólo debo vencer mi aversión hacia los domingos ventosos, grisáceos, carentes de luz. Tengo que revolverme brava contra la apatía que me domina cada vez que visualizo a los candidatos que nos han tocado en gracia y rememoro el paupérrimo nivel de la política patria contemporánea. Personajes carentes de excelencia, de sabiduría -y hasta de vergüenza-, aupados a cargos que les vienen grandes frente a españoles valiosos, preparados y dignos que las pasan canutas en el mejor de los casos. Es entonces cuando me envalentono, corriendo presta hacia mi colegio electoral para colocar mi granito de arena en la montaña que casi treinta seis millones de españoles estamos llamados a construir el 20N: un cambio necesario que dé un giro radical a nuestra ultrajada España.

Pese a mi boyante escepticismo y a mis dudas contrastadas, deseo auto convencerme que cada nuevo voto podrá traducirse en un puesto de trabajo, en el impulso a un emprendedor, en atención a un mayor, en educación para un niño… que cada voto equivale a la puesta en marcha de una ilusión.  De camino, aún me debato entre depositar la papeleta del Senado o abstenerme, fiel a mi parecer de que es un órgano estéril, siendo su única utilidad -salvo excepciones- la de servir como cementerio político a los defenestrados en sus respectivas formaciones. Se advierte que la cita es crucial. Familias enteras acudiendo a ejercer su derecho, corrillos clamando por el ansiado cambio, comentarios esperanzados sobre el principio del fin de un panorama cruel que ha mantenido en vilo al país durante los últimos años. No estamos ante unas elecciones más: son históricas. ¿Crepúsculo de la transición y amanecer de una democracia madura?

Los previsibles ganadores pasan una tarde tranquila analizando encuestas muy favorables realizadas a pie de urna; los más juguetones, se permiten incluso licencia para un pícaro asueto. Tengo el privilegio de formar parte de la noche electoral en el epicentro de la noticia, entre los protagonistas llamados a encauzar el rumbo venidero. Alrededor de la sede genovesa la algarabía es atronadora antes aún del cierre de los colegios. Dentro, la tranquilidad, la compostura o la contención parecen consigna impuesta. Los que ocupan la planta noble, la séptima, confiesan que lejos de dejarse llevar por la euforia, sólo asimilan que al fin terminó la larga travesía por el desierto, que comienza una etapa de trabajo durísimo y mayores responsabilidades con el único objetivo de un futuro próspero para todos.

Se constata en un suspiro el gran triunfo augurado y el flamante Presidente Rajoy envía un mensaje a la Nación en clave institucional -trasmitiendo tranquilidad, serenidad y seguridad-, asegurando que devolverá a los españoles el orgullo de serlo. Mantener un error de bulto -una Ley Electoral que jamás debería permitir que minorías nacionalistas ostenten más soberanía que formaciones nacionales que les triplican en número de votos- ha engordado una bestia nauseabunda. Obsceno, por no catalogarlo de inmoral.

Antes de medianoche, me despide el abrazo cálido de un ministrable querido por mí, que disfruta el momento intensamente porque superó con dignidad un fracaso impuesto por terceros, mientras susurra unas palabras que ponen el broche apropiado a una jornada solemne: la obligación de cumplir las promesas realizadas.

Twitter: @CarmelaDf

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