Parodiando el tópico literario derivado de un pasaje de El Quijote, podríamos decir que Pedro Sánchez se ha topado con Europa y con los propios precios del gas que el, valga la redundancia, quiere topar, Porque pasados los primeros momentos de euforia y propaganda sanchista, la propuesta del Gobierno español para implantar un tope al precio del gas ha pasado en la agenda de la Comisión Europea de posible a probable y de urgente a pendiente, además de revisable en su alcance y su cuantía. Los propios responsables de la Comisión se han encargado ya de transmitir que no ven motivos suficientes para aprobar una excepción complicada que amenaza con desajustar ese teatro de las sombras en que ha devenido el mercado eléctrico en la UE y que, además, supone intervenir de facto ese mercado, algo que es radicalmente contrario a la unidad de mercado que está en el ADN de la Unión.
Un problema identitario al que se unen también los defectos y carencias de la propuesta que denotan un profundo desconocimiento del funcionamiento del mercado eléctrico o, lo que es más grave, un falseamiento por intereses meramente políticos y para evitar bajar los impuestos como han hecho el resto de nuestros socios europeos.
Así, frente al mensaje del Gobierno de que es el gas quien fija los precios más caros en la subasta del mercado, los datos aportados por el Operador del Mercado Ibérico de la Energía (OMIE), que es el sistema actual para la gestión del mercado de la electricidad en España y Portugal, muestran que en la mayoría de los casos son las centrales hidráulicas las que determinan los precios máximos de la electricidad. De hecho, durante el año 2021 sólo el 16% de las pujas las cerró el gas, frente al 50% de las subastas que cerró el agua y el 20% de las renovables.
A ello hay que añadir que topar el precio no significa que las compañías eléctricas vayan a pagar el gas más barato. Expertos en el funcionamiento del mercado y técnicos de Red Eléctrica coinciden en afirmar que la puja no tiene porqué ir vinculada y recuerdan que las compañías tienen que pagar el 36% al mercado de emisión, es decir nunca menos de 110 euros teniendo en cuenta los costes fijos y los variables,
Una segunda derivada es que topar el precio del gas que está marcando el marginal exigiría después compensar a las empresas gasistas, es decir que si el megawatio de gas está a 110 euros en el mercado internacional, habría que compensar ese pretendido tope a 30 euros, lo que si se imputa en el recibo final los técnicos citados estiman el ahorro para consumidor estaría en torno a únicamente 6 euros y eso suponiendo que el agua y las renovables acepten pujar moderadamente en la subasta, que es mucho suponer y dependerá siempre de la voluntad o la capacidad que tengan las compañías para enfrentarse, o no, con el Gobierno.
Los datos de un reciente estudio del Banco Santander afirman que limitar el precio al que las centrales de ciclo combinado ofertan su electricidad a 30 euros por megawatio hora supondrá un coste aproximado de 11.200 millones de euros que deberán recibir las compañías gasistas en compensación por comprar el gas a un precio superior al que tienen que venderlo.
Otra posible solución es la del pago en diferido, es decir imputarlo a déficit de tarifa el sistema que se instauró en España en el año 2000 y que se refiere a la diferencia entre los ingresos que las eléctricas reciben por los pagos de los consumidores y los costes que tienen que pagar por el suministro. Una diferencia que, a final de 2020 se elevaba a 14.294 millones de euros y que también pagamos los usuarios, con los correspondientes intereses, a través de la factura de la luz.
Y todo esto sin contar con la complicación que para las autoridades europeas y para el funcionamiento del mercado único de la energía supone la obligación de una doble subasta y una doble interconexión.
En cualquier caso, la decisión de topar el precio del gas para bajar el precio de la luz lo terminaremos pagando los consumidores y estamos ante una propuesta que, en palabras de los técnicos y de los responsables de las compañías energéticas, apunta a “medida fallida” y a cortina de humo para tapar las incapacidades de una política energética dictada más por prejuicios ideológicos adolescentes que por responder de una forma adecuada y responsable a los intereses y a las necesidades reales de la economía, de las empresas y de unos ciudadanos cada vez más empobrecidos, especialmente los más desfavorecidos.
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