Invectiva fallida

04/11/2011

Daniel Serrano.

Lo malo de ejercer de niño malo y soltar en los suplementos literarios bramidos hirientes contra los progres, la roña narrativa y la puta madre que parió a todos es que luego, claro, querido Alberto Olmos, se acude al objeto del delito, o sea el libro, o sea la novela, y pese a tanta cucamona uno halla lo que halla. Perdón por lo largas que me salen las frases. Soy así. A veces. Por el contrario, Alberto Olmos es un escritor segoviano que a tiempo parcial se disfraza de Juan Mal Herido y practica una muy sana anticrítica literaria en la que no deja títere con cabeza y es capaz de confesar que ha abandonado un prestigioso novelón a la mitad de puro aburrimiento o que Vila Matas le apasiona (como a mí) o que lo mejor que podría hacer tal literato es pegarse un tiro en la cabeza. Te ríes mucho. Y ahora Alberto Olmos ha publicado Ejército enemigo y le han otorgado portadas en los medios especializados (lo cual, por cierto, suele dar mucha rabia a otros escritores españoles) y el tío ha ido disparando por ahí afirmaciones de muy grueso calibre. Como, por ejemplo, que todo el que no venda más de quinientos ejemplares de su obra es un mierda literariamente hablando. Ignacio Echevarría se lo ha recriminado. Luego también ha dicho Olmos que está harto de progres y de solidarios de pacotilla y que por eso ha ajustado cuentas con ellos en su novela, para que se fastidien.

Bien, perfecto. Alberto Olmos ha captado nuestra atención. Ahora vamos a lo que vamos. A la novela. A Ejército enemigo.

Partamos de que simpatizo con todo gamberro y que, además, me gusta encontrarme en una novela contemporánea mi mundo, las cosas que me atañen, las calles que piso, el paisaje de los días que vivimos. Ejército enemigo, en ese aspecto, encaja con mis anhelos de lector disperso. Ahí está la ciudad y, además, esa ciudad que la literatura española tan poco retrata, la de los barrios proletarios: “Miré mi calle, la fachada de enfrente. En la plazuela las familias gitanas ya habían instalado sus residencias de verano, mesas plegables, mesas de enea, cámaras de hielo anaranjadas y niños sucios”.

En ese barrio vive el peculiar protagonista de Olmos, un publicista de baja estofa treintañero y con tendencias antisociales que, a la muerte de uno de sus escasos amigos, recibe como legado un misterioso sobre que, quizás, contenga la clave que descifre el misterio de su asesinato. Excusa argumental semipoliciaca para desplegar un universo de reconocibles personajes del Deleznable Mundo del Compromiso que tanto desprecia el autor. O sea, cachorrillas de la burguesía que trabajan en ONG’s, idiotas concienciados, profesores de instituto con pulsiones nihilistas, gandules que viven a costa del prójimo soñándose poetas…

Sostiene Alberto Olmos (bueno, su personaje, sus personajes):

La solidaridad es una forma de ocio, una ficción para el puro entretenimiento de personas con mucho tiempo”.

“¿Durante cuánto tiempo nos seguiremos engañando con esta mierda?¿Durante cuánto tiempo dejaremos que legiones de listillos se enriquezcan a costa de la gran burbuja de la solidaridad? ¿No sería mejor dejarlo todo al albur del caos, cesar en las ayudas puramente amansadoras, y permitir un sufrimiento tal que, al cabo, hiciera a millones de personas tomar las armas y devolvernos la calderilla?”

Respetables alegatos. Pero la cuestión no es el alegato. La cuestión ni tan siquiera es la pretensión de epatar atacando a los pobres solidarios. Total, con esta hecatombe económica mundial ya no habrá que preocuparse de ONG’s ni de niños pijos que quieran irse a Sierra Leona para repartir prótesis a los mutilados, el capitalismo no está para bromas. No, no es esa la cuestión. La cuestión es si la novela funciona. Y no. No funciona. Y lo que es peor: no está siquiera acabada. Concluye abruptamente como si a Alberto Olmos ya no se le ocurriese nada más y hubiese solucionado la narración a toda prisa y con un ardid argumental francamente ofensivo para el lector. Es decir, no me tomes por tonto, coño. ¿Era esto? ¿Me he leído 279 páginas para esto? Y, además, ¿qué pintan en el primer tramo de la novela esos pasajes como de American Psycho, ese tono semipornográfico y violento al explicitar las relaciones sexuales del protagonista con una compañera de trabajo? ¿Por qué da la impresión de que la novela avanza sin dirección en muchos momentos?

Y es una pena, de verdad. Alberto Olmos lanza destellos de excelente prosista y se disfrutan sus ademanes de certero fotógrafo urbano. Véase este precioso ejemplo: “Mi tramo de calle lo subrayaban tramos de coches aparcados. (…) Mi barrio era el único de la ciudad en el que siempre te encontrabas gente dentro de los coches. (…) Volviera a casa a la hora que volviera siempre, utilizara una ruta u otra, era inevitable que, en más de una ocasión, me llevara el sobresalto de un cuerpo dentro de un coche, solitario y mudo, casi siempre en el asiento del copiloto, casi siempre nimbado de la atmósfera de la espera, como si viviera allí o llevará dentro todo el día, sin motivo, sin movimiento, exiliado, varado entre los cristales”. Otra muestra de la buena mano de Olmos la componen las páginas donde describe excepcionalmente el clima que se vive en un bar de barrio cuando hay fútbol en la tele y partido de gala. Tampoco está nada mal el dibujo de fiesta con drogas en una buhardilla que ejecuta justo antes de que se nos desvele la soberana tontería que echa abajo la intriga policiaca que ha vertebrado hasta ese momento la novela.

Alberto Olmos es buen escritor. Seguro que sí. Pero Ejército enemigo no es un buen libro. No lo es, al menos, para este lector de infinitas dispersiones. Habrá quien lo disfrute y, de hecho, no ha tenido malas críticas. Ustedes verán.

En todo caso, enhorabuena a Olmos, que ha logrado destacar en el aburridísimo panorama de la literatura española, tan poco dado al gamberrismo que tan buenos resultados, por ejemplo, da en Francia a Houellebecq o Beigbeder. Lo que pasa es que siento comunicarle que no es todo lo políticamente incorrecto que él quisiera y que, de hecho, dar patadas en el culo a la izquierda de rasta, hachís y vacaciones ayudando a los niños negritos de Uganda es deporte practicado casi a diario por los Sostres, Losantos y demás tropa de la derecha cavernícola que publica en los periódicos. Así que ese temor que expresó en El Cultural de El sobre que en un país tan santurrón como España no le iban a publicar su obra resulta del todo infundado. No, hombre, no es para tanto.

Y estaremos atentos a la próxima novela de Alberto Olmos. Porque, además, al igual que en el rock, en la literatura soy de los que valoran la actitud. Y eso a Olmos le sobra.

Ejército enemigo. Alberto Olmos. Mondadori. 279 páginas.

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