Creo que a todos los españoles les ilusiona recuperar un ritmo de crecimiento económico potente y seguramente las cifras de los próximos meses, a menos que los imberbes que hacen viajes de fin de curso con permiso paterno, nos hagan retroceder a tiempos peores de la pandemia, que ya les vale a los papás.
Los intereses de unos y otros van por distintos caminos. Hay quien se preocupa del crecimiento de la economía. Para otros la reducción del desempleo es el prius absoluto y habrá aún otros a quienes les plantea dudas el brote de inflación incipiente o el coste de la financiación de sus proyectos. Son aspiraciones legítimas y deberían coincidir en el mismo punto, siguiendo un cierto mecanicismo económico.
Se ha planteado desde distintos puntos de vista privados e institucionales cuánto deberíamos crecer en términos reales para recuperar la senda que se interrumpió a finales de 2019. Y las opiniones no difieren mucho. Pero algunos análisis van más allá y apuntan a que es imprescindible recuperar también la diferencia negativa que la pandemia ha provocado en referencia inevitable a la Unión Europea. Hablando en plata, hay que crecer entre un 7 y un 9 por ciento más que los demás del club a finales de 2022. Y eso requiere no solo esfuerzos financieros, sino reformas profundas. Si se piensa bien, nada nuevo.
O sea, que no solo se trata de crecer más, que eso con la remisión de la catástrofe sanitaria y el bombeo de alta intensidad de dinero desde Bruselas puede ser más o menos realizable, sino de crecer mejor, que es mucho más difícil, porque implica un cambio drástico del modelo productivo, en la línea que traza la Unión Europea, pero también en la estructura misma del modelo tradicional español, en el que la nueva industria tiene que ocupar un lugar preeminente, que preste estabilidad al conjunto de la economía volcada en los servicios y, por tanto más volátil.
Los problemas del sistema productivo español están muy arraigados y, con frecuencia, quedan semiocultos por fases de crecimiento engañosas que nos hacen perder la perspectiva. La pandemia ha desnudado impúdicamente esta realidad. Carecemos de un sistema de enseñanza estable y adaptado a la realidad. La investigación básica y aplicada, salvo honrosas (casi heroicas) excepciones, no cuenta con recursos ni los obligados públicos ni privados y mucho menos con planteamientos ambiciosos de medio plazo.
En consecuencia, disponemos un tejido empresarial vicario (como ha demostrado la crisis de abastecimiento de los microchips) y, por sus dimensiones, prácticamente imposibilitado para la investigación y el desarrollo. Su fuerza laboral adolece de formación y competitividad, además de padecer una regulación anticuada, rígida y con la vista puesta en el retrovisor.
Tenemos un territorio con baja población y muy concentrada, que deja grandes áreas sin las mínimas posibilidades de aprovechamiento por carencias en las redes de transportes y en las redes digitales. (¿Es creíble el proyecto de una gran fábrica de baterías para automóvil en una Extremadura aislada?).
Crecer mejor es una exigencia mucho mayor que crecer más. Habría que ponerse a ello y, a lo mejor, de paso alumbramos una nueva estirpe política que mire algo que no sea su ombligo.
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