Tengo la suerte de pasar largas temporadas en el campo. En medio del campo. La localidad más cercana de donde moro, en la comunidad castellano-manchega, está a varios kilómetros, tres o cuatro. Aquí casi no hace falta ni la radio y menos la televisión. Pero a veces uno siente la deformación profesional y escucha mensajes, referidos a la capital del reino, tales como ese que viene a decir o dice que uno es libre porque vive en Madrid, o el otro que señala que a Madrid se viene a ser libre.
Habría que recomendar a algunas-algunos de nuestros representantes políticos que se dieran una vuelta, aunque sea únicamente en fase lunar, o en fin de semana, por el mundo rural para que se dieran cuenta del significado del concepto ser libre.
Aquí, en el campo, en ese mundo rural medio abandonado en no pocas comunidades, a nadie se le ocurre preguntar si se siente libre o no en su entorno. Echa muchas cosas de menos como pudieran ser escuelas, institutos, servicios médicos acordes con la edad media de los habitantes de las parcelas rurales, centros de atención para los mayores que no tienen familiares o allegados…
Pero nada más que eso. La libertad de la que yo disfruto pasa por oír y escuchar el crotoreo de la cigüeñas, por ver a los patos bañándose en el río, al corzo comiéndose los brotes jóvenes de los no menos jóvenes olivos… También, pero a más distancia, el paso el paso de la madre zorra con sus crías, las carpas y los siluros en el Tajo, las flores de los calabacines…, el ”trotecillo corto” del alguna que otra perdiz, sentir el olor, allá por el mes de mayo, de la flor de los olivos… las florecillas silvestres, las amapolas…, las cápsulas de las adormideras… Un mundo bucólico que no se plantea argumentos tan pueriles como el goce de la libertad de vivir en la capital del reino, incluida su contaminación.
Es más, de vez en vez uno tiene que darse una vuelta por los “Madriles” y el asombro asalta los paseos por la urbe, lo mismo sea al norte que al sur, excepto, tal vez, por el barrio de Salamanca que es más “chic” y se le presta más atención…
Quiero decir que esas escapadas a la capital causan la admiración del visitante. Por ejemplo, por el grado de suciedad de no pocas de sus calles. Las botellas de plástico o los envases de cervezas y refrescos, cuando no de botellas de vidrio, enteras y rotas, que jalonan muchas de nuestras calles.
Y si hablamos de mascarillas… Van a tener suerte las autoridades con la supresión de su uso en exteriores. Otro signo de admiración del visitante es el contrapunto en la utilización de las mascarillas. Uno pasea por cualquier calle, o mercado, o plaza pública y observa cómo la mayoría casi absoluta de viandantes, de buenos viandantes y mejores ciudadanos, van provistos del aditamento que impide la infesta de virus… pero, uno echa un vistazo a las terrazas y a esas plataformas que han “robado” no pocas plazas de aparcamiento para que los taberneros depositen su voto en donde deban depositario en su día, y se da cuenta de que la mayoría, también casi absoluta, incumple la norma sin que nadie les llame la atención.
La supresión del uso de mascarillas en exteriores era “una muerte anunciada”. Y lo era porque “vivo en Madrid y soy, por tanto, libre…”, pero para libertad la del señor alcalde de la capital del reino. No es que me lo hayan contado, es que lo he presenciado con mis propios ojos y mi mascarilla puesta mientras paseaba, no ha mucho, por una calle céntrica. Nuestro mayor representante municipal, después de despedirse de unos señores, en la calle y a la puerta de un restaurante -todos llevaban su mascarilla puesta-, se fue calle adelante con sus dos responsables de seguridad y ¡sorpresa! no tuvo ningún ningún inconveniente, ni él ni sus acompañantes, en atravesar la calle con el semáforo en rojo sin importarles demasiado los pitidos de los automovilistas, ni tampoco los bocinazos de los conductores que, teniendo el semáforo en verde, tuvieron que aguardar a que los dos -sí, dos- coches de seguridad, con sus respectivos conductores, parasen para recoger a tan conspicuos peatones. ¡Todo un ejemplo!
Y visto lo visto uno se pregunta si este tipo de comportamientos forma parte del núcleo de la libertad que se intenta implantar en la capital del reino. Aquí la teoría, las normas, no tiene nada que ver con la práctica, con los ejemplos poco constructivos de quienes debían ser los primeros en tenerlos en cuenta. El divorcio está presente entre la ciudadanía a la hora de cumplir las normas y habrá que ver cuando haya barra libre para no llevar la mascarilla por la calle y menos en la playa los fines de semana.
Igual, si ahora te dan una cita para dentro de dos meses para ir a la consulta de un especialista médica o pasan tres sin que te llamen para decirte cuando puedes pasar por el centro médico para hacerte una resonancia magnética, pongo por caso, pues viva la libertad que nos quieren inculcar. Tal vez se pretenda que uno se pase a la privada para rebajar los tiempos de espera en la púbica. ¡Quién sabe!
¡Qué los dioses nos amparen!, hermano. En cuanto pueda vuelvo a dejar la capital, incluidas sus palomas, sus cotorras, la suciedad de sus calles, el buen servicio de los autobuses, todo hay que decirlo, y regreso a mi libertad de ver las carpas en las riberas del río, las torcaces, la siega del cereal, que es temporada; el crecimiento de las tomateras, los corzos y los zorros a lo lejos… y las estrellas en el cielo, que ya es verano…
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