Cuando las urnas hablen. Es una falta de respeto hacia los ciudadanos que a muchos les pese más la euforia que la responsabilidad: hasta el 20 de noviembre no se celebran elecciones. El único que recalcó -hasta en tres ocasiones durante su intervención- que nada se ha ganado hasta el recuento del último voto fue Núñez Feijóo. Espero que la sentencia de esas benditas urnas castigue severamente al partido que nos ha conducido a una espiral de paro, despilfarro, mentiras y descrédito internacional: el PSOE de Zapatero, de Rubalcaba y de personajes caricaturescos jamás merecedores de ocupaciones tan nobles como la de ministros de España. Que tras este vendaval de despropósitos el socialismo consiga 120, 130 o los escaños que alcancen, es muy meritorio -esto dolerá a los que me califican de zaplanita.
¿El Partido Popular vuelve en esencia a sus orígenes? ¿Los guiños al nacionalismo periférico se alejan? ¿Retorna sin complejos el reconocimiento a las víctimas del terrorismo? ¿La cohesión nacional y la unidad de España son recuperadas como estandartes populares? ¿Este tipo de mensajes que parecían haber sido abocados al baúl de los recuerdos son una recompensa hacia el electorado más fiel? Hasta la más optimista de las encuestas socialistas y la más pesimista de las populares otorgan holgada mayoría absoluta a estos últimos: sin necesidad de pactos para gobernar encontrarán rentable la fidelidad hacia ellos mismos. Debe ser un alivio dejar de mercadear con tus principios por un puñado de votos -y esto ofenderá a los que me tildan de rojilla-. Sea como sea, el PP ha interpretado su parada en Málaga como la última estación antes del destino final: Moncloa. Y la escenificación ha estado a la altura. Una gran “familia” feliz a punto de alcanzar su anhelado Ítaca: el triunfo ilusiona y el poder une. Las bases, exultantes al paso de cualquier dirigente popular, suspirando por un beso o secuestrando anatomías que inmortalizar para compartir en las redes sociales, como si de ídolos juveniles o estrellas del rock se tratase. Representantes del cuerpo diplomático de los cinco continentes rindiendo pleitesía a los llamados a gobernar –Bruno Delaye, embajador de Francia, sacando pecho por el exitoso naufragio de Pedro J. Ramírez-. Los defenestrados aplaudiendo sin pudor -todo un espectáculo- a los que previsiblemente les han desterrado del hemiciclo. Esperanza Aguirre cumpliendo lo justo en el plenario y dándolo todo en los pasillos. El consorte de Ana Botella diciendo verdades como puños que a la mayoría se le atragantan: a los unos porque les ataca donde más duele y a los otros porque no se atreven a formularlas con tanto desparpajo. El volumen del micro de Monago -o su ímpetu, vaya usted a saber– unos decibelios por encima de lo saludable. El alcalde de Madrid trotando más que caminando para evitar responder lo que él ya sabe y los medios tienen la obligación de preguntar. Y José Ramón Bauzá esperanzando a los que suplicamos por una regeneración en la política patria: joven, contundente, claro, carente de demagogia o populismo, con una frescura inusual en los que alcanzan una presidencia autonómica -ojalá sea igual de bueno gobernando y los protagonistas venideros de la vida pública española se asemejen a este perfil.
¿Y Rajoy? Entre sesión y sesión compartiendo pescaíto en un chiringuito con Cospedal -lo mejor de su intervención las miradas cómplices entre ambos sobre el escenario brazos al cielo mientras el auditorio se venía abajo-, acompañados de Arenas y un nutrido séquito en la playa de la Misericordia. Seré justa: su discurso de clausura merece nota alta. Alejados del encorsetamiento oficial todos han coincidido estos días -en corrillos, cenas y jolgorios varios- que será un presidente excepcional. Por el bien de España y el de todos nosotros así sea.
Twitter: @CarmelaDf
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