Autorretrato de niño y cangrejos

04/10/2011

Daniel Serrano.

La infancia es una luz declinante en la memoria, la clave secreta de nuestra vida adulta. Y lo describe muy bien Fréderic Beigbeder en Una novela francesa. El astro irreverente de las letras galas, literato de talento demostrado en obras como Windows on the World y El amor dura tres años, evoca su niñez, su propia historia, y compone un autorretrato cuyo punto de partida toma forma de recuerdo difuso: un abuelo y su nieto capturando cangrejos en una plaza vascofrancesa.

Pero, ah, claro, Beigbeder es Beigbeder y tal viaje a los orígenes parte de un acontecimiento eminentemente beigbederiano: el arresto del autor por consumir cocaína en la vía pública y las treinta y seis horas de reclusión que le reportó tal conducta. A Beigbeder le detuvieron el 28 de enero de 2008 y el día 30 estaba en el Elíseo asistiendo a la ceremonia en la que su hermano Charles recibía de manos de Sarkozy la Legión de Honor por sus méritos empresariales. Dos hermanos con dos trayectorias diametralmente opuestas, sugiere Bergbeder. Y en la opresión de la celda reconstruye un relato familiar con un bisabuelo heroicamente difunto en las alambradas de la Champaña allá por 1915, abuelos adinerados de muy diferentes orígenes, una infancia con padres separados, mamá luego enamorada de un barón, papá en viaje de negocios tan frecuentemente, el fingimiento de una felicidad sólo a medias y, cómo siempre, esa tendencia hacia lo sentencioso que tanto nos gusta en Beigbeder.

Por ejemplo: “No conseguiré deshacerme jamás de la idea de que cualquier mujer que me quiera es la más bella del mundo”.

Y también: “Yo también me he casado, en dos ocasiones, y cada vez, en el momento de decir ‘sí’, he experimentado el mismo temor, la misma desagradable impresión de que lo mejor había quedado detrás”.

Y: “En una novela el argumento es un pretexto, un esquema; lo importante es el hombre que se adivina detrás””.

O: “Uno debería ser feliz, pero no lo es; por lo tanto, finge serlo”.

Beigbeder fue publicista (recuérdese su 13’99 euros) y conserva intacta esa agudeza para disparar frases certeras tan característica de quienes han ejercido (provechosamente) tal profesión. Y, de paso, disecciona a vuelapluma el pasado reciente de Francia porque, como él mismo asegura, esta novela es también “la historia de un país que consiguió perder dos guerras haciendo creer que las había ganado, para a continuación perder su imperio colonial haciendo ver que esto no mermaba un ápice su importancia”.

Una novela francesa es el aroma de los bocadillos de cacao espolvoreado sobre mantequilla, la fascinación por los artefactos que regalaba la revista Pif, el olor a cuero de los viejos automóviles de nuestra niñez. El dibujo de un mundo que ya no existe: “Cuando yo era pequeño nadie se abrochaba el cinturón en el coche. Todo el mundo fumaba en todas partes. La gente bebía a morro mientras conducía y hacía slalom con la Vespa sin casco. (…)Todo el mundo follaba sin condón”. Otros tiempos.

Pero no se queda esta novela en mera digresión nostálgica. Básicamente Beigbeder habla del ayer para hablar del ahora y, cómo no, gamberro y subversivo, aprovecha para denunciar la brutalidad que supone asumir la potestad del Estado para encerrar a su antojo y durante días en mazmorras medievales a ciudadanos que se saltan alguna regla: “Basta con que bebáis tres copas y os pongáis al volante, que déis una calada al porro que os han pasado, que os pillen en una pelea o en una manifestación, y si el juez o el poli están de mal humor, o si sois conocidos y os quieren tomar un poco el pelo, o porque sí, por puro placer sádico, porque su mujer no los ha follado bien la noche anterior, iréis a parar al Dépôt, en la isla de la Cité, al final de un patio, bajo tierra”.

Incorregible Beigbeder, gracias al Cielo, necesitamos escritores así, francotiradores atentos a las acechanzas que nos rodean, siempre prestos a lanzar vitriolo sobre la conciencia de los biempensantes. Santa Francia, qué envidia, Houellebcq, Beigbeder, ambos buenos amigos, prueba de ello el prefacio que el primero ha escrito para esta novela.

Y luego esa ironía, ese humor entre cínico y tierno que se gasta el amigo Frédéric. Y esos detalles familiares, ese relato íntimo, esos abuelos discretamente heroicos, esa Francia burguesa y aristocrática venida a menos, los cangrejos en los charcos de una playa cerca de Biarritz.

O simplemente un autorretrato de niño y cangrejos, en una playa vascofrancesa, hace tanto tiempo que parece que aquellos que fuimos ya no somos nosotros.

Una novela francesa. Frédéric Beigbeder. Anagrama. 213 páginas.

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