La convivencia es compleja pero debemos apreciar el compartir conductas e ideologías contrapuestas: asumir que la diversidad enriquece, no separa. Un buen punto de partida para conseguirlo es instaurar el respeto como pilar de la educación en todos los ámbitos: respeto al prójimo, a los antepasados, a nuestros mayores, a la condición sexual, racial e ideológica, respeto a los símbolos y a las instituciones que cobijan nuestros derechos y libertades.
En enero de 2006, durante la campaña presidencial de Cavaco Silva, presencié en Oporto una escena impensable en España. Mientras la comitiva encabezada por el candidato se daba un baño de multitudes en la calle más comercial de la ciudad, desde los balcones colindantes, partidarios del adversario mostraban sus emblemas y banderas con una normalidad absoluta. Ni un pito, ni un insulto, ni un mal gesto, ni de unos ni de otros. Sinceramente, me resulta complicado visualizar un acto público del PP con unos partidarios del PSOE -o viceversa, tanto monta, monta tanto- portando símbolos de sus ideologías respectivas en amor y compañía de las masas rivales. Alucinada por lo presenciado pregunté el porqué a uno de los asesores presidenciales portugueses, quien extrañado ante mi sorpresa, se limitó a responder algo que he grabado en mi memoria: “Esta es la grandeza de la democracia. Expresar libremente tu forma de pensar, manifestar principios en voz alta y respetar que otros lo hagan. Sin diversidad ni alternancia la democracia carecería de razón de ser. Hay otras opciones válidas que no son la tuya”.
Con unos valores sustentados en el respeto a la diversidad, una enseñanza férrea desde la infancia sobre la importancia de los símbolos que garantizan libertad y un ejercicio de responsabilidad permanente de las altas esferas del Estado, posiblemente nos ahorraríamos -en parte- a los pelmas nacionalistas dando la matraca. Sabedores como son de que una independencia es inviable económicamente -y la UE jamás lo permitiría- su única alternativa es tocar las pelotas con el fin de sacar más tajada del Estado. Esta semana les indignó la sentencia del TSJC. Hay que ser duros de entendederas: el bilingüismo es un privilegio no una carga. Y malvados: es perverso utilizar el lenguaje como arma política. Lo que ocurre es que acostumbrados a la vorágine partidista del “y tú más” imperante en este país, en vez de potenciar el tesoro que atesoran se pierden en batallas irrelevantes que sólo interesan en despachos de los que tienen que justificar un cargo: interpretan esta sentencia llena de sentido común como una victoria del español -hablado por 500 millones de personas, en 20 países, idioma oficial de las principales organizaciones internacionales y segunda lengua más estudiada en el planeta- sobre el catalán -conocido como máximo por siete millones de catalanes-. Y mientras los de siempre emponzoñan la actualidad informativa sobre un tema irrelevante, ni dios aboga por el debate clave: la urgente mejora en la calidad del sistema educativo español.
Entre tanta irreverencia extremista, el ciudadano de a pie sigue asistiendo atónito a tropelías de caraduras y sinvergüenzas –la dignidad y el decoro también deberían impartirse como asignatura obligada-: mangar móviles de última generación, coleccionar automóviles de alta gama, choricear cestas de navidad para cargar el coche particular de jamones -todo ello pagado con dinero público-, llamadas al desacato a la Justicia por parte de una ministra con ínfulas presidenciables o cagadas de otro ministro poniendo en entredicho una sentencia ¡qué ni siquiera ha leído! Hasta los huevos. Estamos hasta los huevos.
Twitter: @CarmelaDf
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