Houellebecq contra Houllebecq

06/09/2011

Daniel Serrano.

Septiembre afila una primera luz de otoño y las hojas secas del Armagedón ejecutan una demencial danza con cada sacudida de la prima de riesgo. Amigos y amigas, el fin del mundo se acerca y Angela Merkel no acudirá en nuestra ayuda, Alemania vuelve por donde solía, uber alles, y Sarkozy juega a Napoleón en los desiertos libios y, al menos, nos queda Houellebecq.

Houellebecq contra Houellebecq esta vez, dibujando su propia caricatura de priápico arrepentido, solitario irredento, en la última vuelta del camino, fugado a la campiña gala en la única compañía de un can de tierna fealdad . El mapa y el territorio es el Premio Goncourt que Houellebecq hubiera debido recibir por La posibilidad de una isla o, tal vez, Plataforma. La rock&roll star de las letras francesas ha sido definitivamente aceptada en el Panteón de los Hombres Ilustres y a cambio nos ofrece el habitual compuesto de desolación y negrura, sólo atemperado por la brisa soleada de la poesía.

Lo que amamos de Houellebecq es su certera tendencia a hablarnos de aquello que nos atañe. Su literatura disecciona la Europa en decadencia de este siglo XXI que zozobra en una crisis global sin precedentes. Houellebcq nos habla en El mapa y el territorio de la industria del arte contemporáneo y a través de esa fotografía se nos revela la imbecilidad entera del sistema. Asevera Houellebecq sobre las actuales corrientes artísticas: “El éxito en términos comerciales justifica y valida lo que sea, sustituye a todas las teorías, nadie es capaz de ver más allá, absolutamente nadie”. Epata Houellebec mediante un mandoble de heterodoxia adolescente: “Picasso es feo, pinta un mundo horriblemente deformado porque su alma es fea, es todo lo que se puede decir de Picasso, no hay ninguna razón para seguir favoreciendo la exposición de sus lienzos, no tiene nada que aportar”. Radiografía Houellebecq: “Los jóvenes ya no le interesaban gran cosa, sus alumnos eran de un nivel intelectual abrumadoramente bajo, hasta cabía preguntarse qué les había empujado a emprender sus estudios. En el fondo de sí misma sabía que la única respuesta era que querían ganar dinero, todo el dinero posible”. Concluye Houellebcq: “También nosotros somos productos (…), productos culturales. Nosotros también llegaremos a la obsolescencia. (…) Sólo subsiste la exigencia de novedad en estado puro”.

Así es el mundo según Houellebecq y así nos lo dibuja en El mapa y el territorio. El difuso hilo argumental se construye en torno a la vida y obra de Jed Martin, artista de misantropía persistente, con paréntesis amorosos inevitablemente fugaces, triunfador involuntario cuya rutina es el aislamiento en su taller, las cenas navideñas con un padre abocado a un declive destructivo y unos cuantos encuentros con Michel Houellebecq, aquí autor y personaje.

No busquen en la narración proezas argumentales, ni tan siquiera en el último tercio, cuando la novela deriva en una suerte de policiaco atípico. En El mapa y el territorio Houellebcq se nos presenta ensayístico, melancólico como siempre, pesimista hasta cierto punto. De nuevo, como en La posibilidad de una isla, la belleza en estado puro de lo natural y ciertos instantes de amor y amistad salvan al mundo y salvan al ser humano de la total desesperanza.

Alberto Manguel sostiene lo siguiente: “Cuando leo busco en la escritura algo que me atrape y me conmueva, no a través de argumentos, sí a través de una tensión creada por las palabras mismas. Eso no me ha ocurrido nunca leyendo a Houellebecq”. Manguel es un gran lector y, en el fondo, sé a lo que se refiere. La prosa de Houellebcq adopta muchas veces las formas de una tesis dialogada, elude el lirismo evidente y, sin embargo, en contra de lo que afirma Manguel, creo que fluye en su seno una corriente subterránea que nos perturba e, incluso, alcanza una potencia poética de hondo calado.

Pongamos un ejemplo: el padre del protagonista de El mapa y el territorio es un arquitecto que ha construido una solvente carrera profesional construyendo complejos vacacionales. Confiesa a su hijo, en una conversación de Nochebuena, que su primer gran fracaso se remonta a la infancia, cuando construyó rudimentarios nidos para golondrinas que los pájaros rechazaron una y otra vez como hogar. Fallecido su padre, Jed Martin repasa una gran carpeta repleta de proyectos imposibles que su progenitor diseñó y que jamás pudieron alzarse. Escribe Houellebecq: “En el fondo (…) nunca había cejado en su empeño de construir casas para golondrinas”. Una bella manera de resumir la pérdida y los sueños frustrados y el amor de un hijo hacia un padre.

O tal vez, como sugiere Manguel, Houellebecq ha logrado crear una secta de houellebecquianos acríticos que aplauden toda tos de este histrión nicotínico. También tendría su mérito, siendo como es este un mundo que parece retroceder a toda prisa hacia el analfabetismo funcional. Houellebecq representa al intelectual que nos faltaba. Y ahí sigue, al pie del cañón, tratando de desentrañar la madeja de nuestra atribulada existencia.

El mapa y el territorio. ¿El mejor Houellebecq? Tal vez no. ¿El peor? Ni por asomo. Es, simplemente, Houellebcq, vitriolo indispensable y mucho más para un septiembre apocalíptico como este que emprendemos.

Y finalicemos con Houellebecq en estado puro: “La humanidad es a veces extraña (…) pero por desgracia casi siempre entraba en el género de extraña y repugnante, rara vez en el de extraña y admirable”.

Pero existe también esa posibilidad, la de una humanidad extraña y admirable, y Houellebecq la admite y, en el fondo, sospechamos cada vez más que Houellebecq ama la vida y ama al ser humano.

El mapa y el territorio. Michel Houellebecq. Anagrama. 377 páginas.

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