Un español. Un empresario postsoviético y su secretario de finanzas. Un matrimonio neoyorquino. Una mexicana superdotada intelectualmente. Una inglesa sin memoria o sin confianza que cuida de su padre senil. Un veterano alcohólico de la guerra de Afganistán. Un inmigrante senegalés afincado en Francia. «Tan diferentes entre sí, tan iguales. Todos conviviendo juntos en la casa». Una casa que parece caída del cielo en un paisaje nevado y solitario en un bosque infinito de coníferas.
«Si el bosque fuera una mujer, me enamoraría de ella», dice uno de los personajes de «Los solitarios» (B, 572 páginas), la tercera novela de Álvaro Arbina, que cambia totalmente de registro respecto a «La sinfonía del tiempo», ya comentada en diarioabierto.es.
Arbina, que demuestra en esta obra su formación como arquitecto, narra con suma habilidad una historia extraña, con muchos vericuetos, que mezcla escenarios y tiempos, y en la que todo, hasta el detalle aparentemente más nimio e irrelevante, tiene su sentido. El problema es que hasta la última página no se encuentra éste, aunque el autor ha dejado muchas pistas a lo largo de la novela.
«Los solitarios» tiene ecos de «Diez negritos», de Agatha Christie, y también de «El señor de las moscas», de William Golding, como la caracola como símbolo del «orden de la civilización», que termina devorándose a sí misma. «La caracola que se come la cola», que remite a la estructura fractal y a la proporción áurea, es casi otro protagonista.
Como la casa, «un espejismo». O el silencio, «de fauna a punto de morir abatida por el invierno», «desolador», «de patíbulo». O el frío, que «empieza a ser dañino» y «duele al respirar», con «mil vientos silbantes y cortantes». O el bosque, «un mundo espectral», un «lugar bello y escalofriante».
Arbina rodea toda la trama con reflexiones sobre la literatura: los personajes son «espejos distorsionados», en los que la distorsión sirve para retirar «las capas inútiles, las que no dicen nada sobre las personas» y «después lo que queda es muy revelador». «Todo escritor» aspira a «tener el control de su historia», pero «los personales también luchan pos su independencia, por su destino, por ser dueño de sus actos». «Y la lucha por este control es el acto de escribir», porque «tambien hay un azar sobre el escritor». «Busco lo que cualquier escritor: llevar más allá la ilusión».
Sobre la felicidad, que «solo es real cuando se comparte, porque si no lo compartes es como si no hubiera existido».
Y sobre la culpabilidad: «siempre hay un culpable, un individuo concreto, pero en la historia de la humanidad el único culpable es el ser humano en sí, como especie y como colectivo, en su propia convivencia».
Y sobre la pareja: «la convivencia en pareja es la más sacrificada de las instituciones humanas», «trae renuncia y sueños frustrados, pero también bienestar social y anímico».
El primer ‘thriller’ de Álvaro Arbina cuenta además con una pareja de inspectores de lo más original: la vasca Emeli Urquiza y el aún más misterioso Francis Thurmond, un afroamericano alto y silencioso. Y todo unj viaje a la psicología y a la arquitectura, y al sentido de la vida y de la verdad.
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