Vivir y beberse el tiempo

22/08/2011

diarioabierto.es.

El abuelo abría la lata de refresco de naranja y le colocaba dentro una pajita para que pudiese beber. Me la acercaba a la cara con su mano arrugada y temblorosa y me decía: bebe, hija. Y me lo decía con una enorme sonrisa. Y yo me bebía aquel refresco con gran interés mientras mi abuelo me hablaba del mundo.

«Toda esta gente, no sabe aprovechar lo que tiene. Mira, el barrendero se queja porque tiene que recoger las hojas de los árboles, no se detiene a pensar que lo que recoge no son simples hojas, sino la naturaleza que se desprende de los árboles. Hay personas que no saben ver la poesía de las cosas, con otros ojos, con otra tranquilidad. No saben. Si pudiese yo alargar mi vida, sin dudarlo lo haría. Quisiera quedarme a vivir para siempre, sentir siempre la felicidad de las cosas…»

El abuelo hablaba, y yo bebía aquel refresco sostenido con su mano. Tal vez en mi cabeza pequeña no entraban todas esas cosas. Tal vez mi razonamiento no alcanzaba para asimilar las palabras de mi abuelo, mientras sorbo a sorbo me bebía aquel refresco de naranja. Tal vez él pensó eso.

«Todo cambiará, hija, un día abrirás los ojos y despertarás en otro mundo. Donde la gente no hallará tiempo para dedicarse a las cosas bellas, donde nadie tendrá tiempo para por ejemplo: sostener tu refresco hasta que lo termines. Las prisas inundarán nuestro tiempo, lo devorarán y lo llenarán de nervios y de inquietud. Y tú, hija mía, te acordarás de este viejo que quería detener el mundo para estar contigo y hablarte de algunas cosas. O tal vez no te acuerdes…»

Y un día desperté. Mi abuelo tenía razón. Desperté. El refresco de naranja ya no era el mismo, le habían quitado aquel sabor y aquellas burbujas que subían por mi pajita hasta desaparecer en mi boca. Todo se había llenado de prisas, como decía el abuelo. Todo lo que dijo se cumplió. Y yo me acordaba. Porque sus palabras se quedaron grabadas en mi cabeza pequeña, junto con el sabor de aquel refresco y las cosquillas de las burbujas en mi boca. Sus manos temblorosas y arrugadas y aquella paz con la que hablaba jamás la he vuelto a encontrar en nadie.

Por eso, a veces, en ocasiones trato de buscar un poco de tiempo para pensar. Me siento en un banco y abro un refresco y me bebo los recuerdos de aquel viejo, que era mi abuelo, y que me habló de  un mundo que pronto dejaría de existir. Y de las prisas, que lo llenarían todo. Sin embargo algo aprendí, en algo me parecía a mi abuelo, pues yo me detengo en las cosas con la mirada, y saboreo cada gesto y cada cosa, porque tal vez me ocurre lo mismo que a él: que quisiera quedarme a vivir en algunos momentos, o vivir para siempre para sentir como siento lo que me ofrece la vida.

Al fin y al cabo se trata de sentirse vivo y yo me siento muy viva, casi tanto como mi abuelo aquellos días, con su mano arrugada sosteniendo mi refresco mientras yo de niña me bebía su mundo, sus días: los que le quedaba de vida él, en su mano.

Irónico pero cierto. Y bonito, muy bonito. Y le extraño para siempre.

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