Del desencanto al hartazgo

18/08/2011

diarioabierto.es.

En la escala de sensaciones que uno maneja para tenerse por un ser vivo ninguna más preocupante que el aburrimiento. Viene a delatar una especie de rendición ante la terca realidad, un bálsamo indeseado a una indignación social que, encauzada desde la transigencia, acaso sea la última esperanza para mejorar la sociedad. Hace muchos años se hablaba del desencanto para definir ese vacío que dejó la ilusión perdida en los albores de la Transición cuando, jóvenes y cándidos, se cantaba que el pueblo unido jamás sería vencido con la misma devoción con la que hoy entona el ‘Alabaré, alabaré’ el peregrino de turno.

Después de tantas dentelladas a las utopías al menos convendría salvar un mínimo de sensatez para hablar sin insultar, tratar de convencer sin imponer, reconvenir sin agredir, respetar sin provocar o preservar el orden sin brutalidad ni ensañamiento. Lo contrario provoca ese hartazgo que, a poco que se sopese, te lleva no sólo a la frustración sino al exilio de este Madrid que pintan como tolerante y que, últimamente, se empeña en evidenciar lo contrario. No sé qué mandamiento obliga a encaramarse a una farola con la bandera vaticana a azuzar a los laicos ni me entra en la cabeza, y no será por falta de espacio, qué tipo de ‘progresista’ trata de arrancar una mochila a una adolescente al grito de ‘la he pagado yo’.

Ni, por supuesto, qué clase de gobierno democrático delega en un mando policial que da una orden de carga del tenor de “basta de mariconadas, sacad las porras y lo que haga falta”. Todo de un edificante que asusta. Sin olvidar cómo algunos medios de comunicación alientan con sus titulares unos enfrentamientos que luego repudian en un ejercicio de hipocresía tan habitual como mayúsculo. Siempre he creído que Rousseau no tuvo su mejor tarde cuando alumbró el buenismo como seña de identidad del hombre, que ahí afinó más Hobbes, pero me niego a asumir que los fundamentalistas, los ‘porquelodigoyo’ y los cenutrios representen algo más que a sí mismos.

Entre ellos se distinguen por las camisetas pero les une algo mucho más sólido que es la intolerancia, una ideología en sí misma que tan solo se diferencia por los colores pero que siempre habita en la misma paleta. En la guarida de aquellos que creen que gritar más otorga más razones o que las verdades sólo salen de su boca para acallar la de los demás. Esos, versionando a Brecht, son los absolutamente prescindibles.

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