Están en el metro, son desconocidos, aunque viajen contigo. Amantes de la música, de la calle y del metro. Hacen música con cualquier instrumento. A veces tocan mas de uno, alternando. Les faltan manos para abarcar todo, pero no voz para cantar, ni pies para moverse sobre unas rodillas demasiado desgastada por el paso del tiempo en la calle. Porque la calle te gasta más, pero te llena el cuerpo de otro tipo de felicidad. Esa felicidad que no encontramos en otra parte.
Y allí están ellos, hacen música para unos ciegos que somos nosotros, los que día a día acudimos al trabajo o regresamos de la oficina que nos atrapa y nos devora poco a poco el alma que tenemos. Y nos llena de tedio y de horror a veces, cuando nos miramos las manos y sabemos que somos algo más que alguien que hace las cosas por pura mecánica.
Estamos ciegos porque no les vemos. No detenemos nuestra mirada en sus rostros, en sus cuerpos que se mueven al ritmo de las estrofas y la música que cantan. Preferimos mirar al suelo, a mirarles a los ojos. Porque tememos encontrar en sus ojos ese afán por la vida, que tanto nos falta. Porque tememos que su mirada nos muestre ese trozo de acera por el que nunca caminamos y tantas cosas nos estamos perdiendo, por miedo a no mirar a esos ojos llenos de luz, ni esas manos que sí que trabajan en lo que les gusta: la música callejera.
Tocan música y estamos ciegos y no les vemos. Pero escuchamos sin perder el sonido, sintiendo ese vértigo dentro de nuestro interior. Porque llega nuestra parada en la tercera estrofa, cuando uno de los chicos saca la armónica y su melodía te trae recuerdos de un pasado que dejaste atrás.
Y cuando llega tu parada bajas del vagón dejando atrás la música. Sabiéndote ciego en un mundo que tendría que ser de sordos, para hablarnos con la mirada todo lo posible.
Sin embargo, sin saber cómo, hoy tú, solo tú al bajar de ese vagón repleto de música has mirado hacía atrás hasta encontrarte con los ojos del hombre que dejaba la guitarra apoyada en uno de sus pies, mientras se sacaba la gorra de la cabeza para ir pasándola entre los viajeros.
Le has mirado con la mirada baja, mientras caminabas hacía adelante, en ese breve instante en el que se cerraban las puertas y tú por inercia buscabas y tocabas una moneda de euro en tu bolsillo. Mientras él, ese músico que toca en el metro, al que tal vez nunca vuelvas a ver, te tocaba a ti el corazón levemente con tan solo una mirada.
No estás tan ciego, ya ves. Solo hay que aprender a mirar sin miedo.
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