África nunca detiene su paso y carga sobre sus espaldas milenarias hambrunas y atrocidades sin fin y ahora el nombre del horror es (otra vez) Somalia. ¿Qué hacer? Claman las voces del humanitarismo para que acudamos en auxilio de esos niños con calva de ancianos, vientre de cántaro, vacío de hiel en los ojos y hedor a inminencia de muerte. Sea. Y, sin embargo, resulta tan complicado rastrear soluciones posibles para el África negra. A la caridad de otros tiempos se le denomina en nuestros días industria humanitaria. Las ONG’s se han instituido como piezas irrenunciables en el entramado mundial de asistencia a toda catástrofe. Pero más allá de su papel innegable para enjuagar nuestras conciencias, ¿resultan verdaderamente útiles? ¿Son algo más que aventureros samaritanos esos médicos sin fronteras y voluntarios prestos a volar al más recóndito rincón del planeta en pos del hambriento y el desamparado? Lean La guerra de Emma si, como a mí, se les plantean esas dudas. Y sus dudas se acrecentarán.
El magnífico reportaje de la estadounidense Deborah Scroggins parte de la historia real de Emma McCane, cooperante humanitaria que acabócasada con un Señor de la Guerra sudanés. Pero va mucho más lejos y traza un certero dibujo de esa industria humanitaria donde se mezclan místicos, mercenarios, excursionistas y convencidos de la causa.
Emma forma parte de ese paisaje de expatriados. Es una guapísima joven británica con nostalgia de su exótica infancia en la India. Pasea en minifalda entre la miseria, lo pasa bien acostándose en Nairobi o Jartum con otros cooperantes y con dirigentes de milicias locales. Está firmemente convencida de que repartir lapiceros entre los niños sudaneses soluciona realmente algo. Quiere fundar una red de escuelas. En realidad, tal y como sutilmente nos va desvelando Deborah Scroggins, Emma (como tantos cooperantes) fabula con un África soñada hasta que es engullida por la complejísima y brutal realidad africana.
Ella es como tantos otros blancos empeñados en salvar África y a los cuales, cuenta Deborah Scroggins, los africanos (en el fondo) desprecian: “Todos esos europeos y norteamericanos les parecían a ellos unos perfectos incompetentes. Pocos hablaban ninguno de los idiomas de Sudán o Etiopia. Raramente sabían nada de la forma en que vivían los refugiados en su lugar de origen. Apenas eran capaces de comprender nada de la cruel política interna de los campamentos. Ofendían las costumbres locales con sus ropas y su música”.
Emma se dice sudanesa pero jamás aprende a hablar una palabra de dialecto sudanés alguno. Toma partido por una de las facciones rebeldes del país e, ingenuamente, se sorprende cuando conoce de las brutalidades que su bando (como todos los bandos en conflicto) comete. Emma, en realidad, no entiende absolutamente nada. Emma es el general Gordon aguardando ser decapitado cuando Jartum cae en 1885 en manos de las tropas del Mahdi. Emma es el viejo afán civilizador de Occidente perdido en el laberinto africano.
Y alrededor de Emma se mueve una nutrida tropa de gentes que acuden al centro de la miseria para ayudar y también, sostiene Deborah Scroggins, para disfrutar de la intensidad que supone vivir en un torbellino de emergencia. Son los jóvenes británicos de clase alta que pilotan aeroplanos entre el Valle Feliz que es todavía Kenia y las áreas devastadas por la guerra. Por la noche beben champán y de mañana aterrizan junto a un campo de refugiados. Ellos forman parte de la tela de araña. Como ese cooperante que practica esquí acuático entre los cocodrilos, asombrando a los escuálidos sudaneses huidos de sus hogares. Como ese matrimonio cuáquero que ejerce la caridad mientras sus pequeños y frágiles niños de tez pálida son devorados por las moscas.
Es el África de la industria humanitaria. De la cual en La guerra de Emma también se nos presenta otra cara. Deborah Scroggins matiza, elude demonizar, no juzga. E igual que enseña la frivolidad en que muchos europeos inciden también nos muestra la entrega sincera. Resulta emocionante el pasaje en el que se nos describe la labor de dos médicos holandeses en un campamento repleto de ancianos, mujeres y niños desnutridos. Su vida es una rutina consistente en dar de comer a los pequeños que están a punto de morir de inanición. Sólo a los más débiles. Es un trabajo de puro auxilio, puro en su simplicidad. Y sin horizonte alguno porque cada día la miseria se renueva y jamás cesa la tragedia.
Y ahí es donde el occidental ha de concluir necesariamente: merece la pena. Mejor eso que nada. Aventureros, místicos o turistas de la causa humanitaria. Tal vez. Pero la inacción resulta una opción criminal.
Ahora es Somalia. Para Emma fue Sudán. Soñó un África a la cual salvar y se extravió en el África real.
La gran aventura del humanitarismo. Eso relata Deborah Scroggins. Un grandísimo reportaje. Un excelente libro. Periodismo de altura.
La guerra de Emma. Deborah Scroggins. Marbot/Tierra de Nadie. 514 páginas.
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