Leo, sorprendido y encantado, el manifiesto “Democracia real, ya”. No sé quiénes lo promueven. Busco en su página y veo de todo, desde asociaciones de vecinos, a grupos de montaña, pasando por blogs de jóvenes entusiastas.
Dicen de sí mismos que son “personas normales y corrientes” que están “preocupados e indignados por el panorama político, económico y social”. No dicen ninguna tontería, aunque no estén muy bien definidos sus objetivos. Quieren cambiar las cosas, quieren que se cubran los derechos básicos: vivienda, trabajo, cultura, educación, sanidad, participación política…
Quizás lo más maravilloso es que piden lo que garantiza nuestra Carta Magna. Y que, además, no abogan por ninguna revolución de algaradas. El manifiesto es limpio, casi ingenuo. Y, sin embargo, recoge todo el malestar, la indignación, el deseo de cambio y de revolución de los hijos y nietos del 68.
Ojo, porque precisamente este movimiento no es una algarada. Es una reflexión atroz sobre el ninguneo a los ciudadanos, sobre la indiferencia de los estamentos políticos, sobre la amargura de una generación que no tiene horizontes. Mañana, puede ser otra cosa. Hoy es un toque de atención a una clase política depredadota del voto, que les ignora y les utiliza.
Dicen: “Los ciudadanos formamos parte del engranaje de una máquina destinada a enriquecer a una minoría que no sabe ni de nuestras necesidades. Somos anónimos, pero sin nosotros nada de esto existiría, pues nosotros movemos el mundo”.
Somos anónimos. Y a mí me conmueve ese anonimato. Esa ciudadanía que hace unos años retrataba Gabriel Celaya. ¿Recuerdan? Aquella que saltaba a la calle. ¿Cuánto tardarán estos anónimos en hacerse visibles?
Escribía Celaya:
A la calle que ya es hora de pasearnos a cuero
y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.
Estos chicos, estos ciudadanos, esta gente anónima, están anunciando algo nuevo
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