Fue cocinero antes que fraile, y eso se nota en “La mediadora”, la obra con la que Jesús Sánchez Adalid obtuvo la sexta edición del Premio Abogados de Novela, del Consejo General de la Abogacía Española, la Mutualidad de la Abogacía, y Ediciones Martínez Roca (Grupo Planeta).
Sánchez Adalid es licenciado en Derecho por la Universidad de Extremadura, y ejerció como juez durante dos años antes de volcarse en los estudios de Filosofía y Teología y en la licenciatura en Derecho Canónico, y de saborear una y otra vez las mieles del éxito con sus novelas históricas.
Puede sorprender que una novela sobre el desamor gane un galardón cuyo objetivo es “premiar una novela que ayude al lector a profundizar en los conocimientos del mundo de la abogacía y sus ámbitos de actuación, valores, proyección y trascendencia social de su función”. Pero “La mediadora”, una narración muy alejada de las novelas históricas de Sánchez Adalid pero tan bien escrita como éstas, cuenta cómo la mediación puede ayudar a solucionar problemas que no se resuelven, ni mucho menos, tras las sentencias judiciales.
Una mediación que se explica con el estribillo de la canción de Manolo García “nunca el tiempo es perdido” (página 237”. Una labor que deja la “huella de los pasos errantes del buscador de señales” porque “nunca el tiempo es perdido, es solo un recodo más de nuestra ilusión ávida de olvido”.
Y con un cuento de Nasrudín (página 226). “Lo importante no es lo que buscamos en la vida, sino cómo lo buscamos, dónde lo buscamos, y con quién lo buscamos”, como señala María, la psicóloga (página 227). “Muchas relaciones funcionan porque buscan juntos en el lugar donde hay luz. No se trata de encontrar, sino de buscar. Porque si el matrimonio se ha quedado a oscuras, si la pareja está en la ofuscación, ellos ya no se ven; no se ven las caras; están juntos, pero no se ven”, explica Marga, la mediadora (página 229).
Así que un relato sobre el desamor (no en vano España es el quinto país del mundo por número de rupturas matrimoniales), sobre la vida y su insoportable carga de incertidumbre, desconcierto y fracaso, muestra cómo la mediación supone “la esperanza en que algunos desastres no tienen por qué acabar necesariamente mal”.
La historia de Mavi y de Agustín, su enamoramiento, su distanciamiento, la ruptura, es también el retrato de las diferentes fases del amor y de la vida. También, una lección sobre que “sólo aceptando nuestra realidad, podremos cambiar nuestro destino”. Una apelación al corazón, porque para vivir en paz (sobre todo, reconciliado con uno mismo) es necesario reflexionar sobre la necesidad de llegar a acuerdos, de conseguir perdonar.
Y esa reflexión la facilita enormemente, cuando el conflicto se encuentra tan enquistado que una solución se antoja una quimera, la figura del mediador. De “la ceguera del conflicto”, el mediador “actuando a la manera de un puente, los unirá y los separará a la vez, pasando por encima del abismo de su mutuo entrañamiento”. Hasta encontrar “la única forma de reunir estas dos visiones incompatibles en un todo armonioso” (página 230).
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