Un hombre se recuesta en su propio pasado. Se asoma a la temprana claridad cobáltica de una tarde apagada, cuando el aire recupera el sonido de su respiración y la quietud se adensa en el recuerdo. Estamos ante un hombre que ha vivido, que se siente quizá igual que Luis Cernuda el día que escribió: “Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien).” Y por supuesto que lo expresaba bien: porque aquella tarde, en el jardín de la casa mexicana de Manuel Altolaguirre y Concha Méndez, Cernuda se encontraba cercado por estampas, por la masa de horas y de voces difusas, ya expulsado de ese paraíso primigenio en que la enfermedad apenas nos parece un eco lejano. Este es el dolor, y también la conciencia lúcida que llega con ese anochecer: que somos el tiempo que nos queda, en decir de Caballero Bonald, pero también la argamasa del tiempo acumulado, toda esa dicción confesional que es además la mirada a cuanto fuimos, porque para nadie –y más para un poeta con la sensibilidad y la tradición emocional de Rodolfo Serrano-, están nunca el mañana, ni el ayer, escritos.
Este es El llanto de Aquiles. El dolor de la pérdida y su intacto destello. El sujeto poético de este nuevo libro de Rodolfo Serrano, a través de un lenguaje de clara transparencia y una dicción rítmica, como si una melodía susurrada con su certeza métrica sostuviera el discurso, se va abriendo a la luz de una memoria que de pronto aparece con más fuerza muchos años después. Si de casi todo hace ya veinte años, como decía, con tanta gracia, Jaime Gil de Biedma, en estos poemas de Rodolfo Serrano hace Treinta años, tres meses y seis días; pero no advertimos angustia por el tiempo quemado, ni siquiera un acceso radical de melancolía –aunque haya melancolía- sino la pulcritud del instante rescatado en su pureza, como si la instantánea latiera en la retina.
No hallamos exactamente, en la poesía de Rodolfo, transformación del recuerdo: la memoria convive con el momento actual de la escritura, con el nuevo cansancio, con la vieja nostalgia, que quizá ya se asomaba también, aunque seguramente soterrada, en el muchacho que entonces acumulaba visiones de sentido para el poeta de hoy. Hay celebración de la belleza, pero también ternura por la erosión dormida bajo el roce, por los cuerpos lejanos de su antigua viveza. Hay compasión en estos poemas, pero no autocompasión: es la contemplación de su lento derrumbe, pero también con brillos de turgencia y milagro en esa nueva vida que ahora está conquistando un éxtasis propio.
Los héroes van cayendo en su camino de regreso a casa. Aquiles, en cambio, sobrevive: logró curarse de esa flecha clavada en su joven talón y desde entonces oye cómo los viajeros relatan sus hazañas, esa ferocidad de las batallas de la noche encendida. Leyendo la Ilíada, el poema inaugural del libro, marca el tono: pero también la larga conversación con su padre, un Peleo de dura integridad, en los años difíciles, su cigarro de caldo en la vieja taberna, cuando recuperó La noche de los susurros, el relato silente que había permanecido con el plomo y el miedo, junto al último Ulises en aquel bar de pueblo: “No pudieron con él. / Pero a todos, a todos los demás, nos vencieron”.
Y también las historias en las Tardes de cine, y un título que ya es un poema en sí, aunque luego se extienda: Un viejo se sienta en una terraza y mira a las muchachas. Hay poemas también que son canciones, que espero que Ismael cante algún día, si es que no lo ha hecho ya. Me refiero, entre otras, a Confesión de parte: “Es de esas mujeres, amigo, que te matan. / Que tienen en su piel constelaciones / imposibles de abarcar con una mano. / Y en su sonrisa, en medio de los labios, / puedes gozar de siestas y sudores / y comerte su lengua como si fuera un trozo / de corazón de azúcar, una roja sandía de verano”. Carnalidad, sí. Corporeidad. El tacto de los cuerpos, esa musculatura de las horas felices en el pliegue divino. Pero también mirada compasiva sobre la realidad, como el poema Noche electoral que, por una vez, ha terminado bien.
Te reías y Tu abrigo, son grandes poemas de la sutileza emocional, del detalle en la hondura. Más allá de la letra oficial de la vida, ¿quiénes somos realmente? “No eres tú y sin embargo tu nombre pronunciado / se me vuelca en la copa de gin-tonic”. Toda la vivencia de nos vuelca, la pérdida y también su dorado recuerdo. Pero nos Cae la lluvia, porque también la gloria de una piel logra saciar al cielo. “El calor de la siesta y un pueblo de Castilla” podría ser un verso machadiano, como parte de esta poesía lo es siempre. Pero el corazón del autor está en dos poemas crepusculares, de una sutileza centelleante, la belleza más tierna de un dolor apagado: Pasión de amor y Al levantarte. Estamos ante la delicadeza silenciosa de la unión de una vida, más honda que el tiempo, dulce como el recuerdo. Porque Aquiles, al fin, ha regresado a casa: y sabe disfrutar del amanecer largo, mirándola vestirse, tras salir de la ducha, mientras se hace el dormido.
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