Dos mujeres se besan delicadamente, con la naturalidad del gesto convertida en costumbre. Dos mujeres se besan sin ningún afán de ostentación, con esa intimidad mínima de la mesa con las tazas vacías, dos mujeres se besan en el Store Café, en el barrio de Gràcia, en Barcelona, sin otra pretensión que darse un beso, que el reconocimiento de una cercanía bajo el sol rutilante que les espera fuera. Dos mujeres se besan sin escándalo, con la cotidianidad entendida en esa voz suave, oculta tras el beso.
Dos mujeres se besan sin escándalo, pero el escándalo llega cuando el camarero les pide que no lo vuelvan a hacer, porque están molestando a los clientes. Y la pareja lo denuncia. Por eso las organizaciones Lesbocat y el Front d’Alliberament Gai de Cataluña han decidido protestar contra Store Café. El procedimiento quizá ha sido el mejor titular de la noticia, de por sí triste, cansada y desasosegante: veinte parejas de lesbianas han acudido a la cafetería para besarse, esta vez quizá –cómo saberlo- no tan delicadamente, o quizá no con la misma naturalidad del gesto, sino –ahora sí- con un afán de ostentación que buscaba salir de la intimidad, con una pretensión mayor que darse un beso, para reconocerse en una identidad sexual y afectiva, emocional y sincera, bajo el sol rutilante que también nos espera el resto de la vida. Nada menos que veinte parejas besándose con escándalo, sin cotidianidad, con una voluntad de expresión libre.
Porque esto no podemos admitirlo. Porque ya no podemos aceptar que dos mujeres de 48 años –como es el caso-, de 38 o de 28, no puedan besarse abiertamente, exactamente igual que dos hombres o una mujer y un hombre, sin despertar la molestia, la incomodidad de nadie. Porque estar a las cuatro de la tarde en un café, del que además eran acostumbradas clientes, y darse un beso, para que llegue una especie de disminuido ético, una suerte todavía demasiado común, por desgracia, de analfabeto afectivo, para decirte que es “inadecuado” darte un beso con la misma persona con la que compartes no sólo ese café, sino también la cama, el sueño y el dolor, la tristeza y el ánimo, es para responderle que el “inadecuado” es él, y que “inadecuada” es la clientela que se incomoda porque una pareja, con la composición que sea, se besa libremente.
La versión de la dueña de la cafetería es que las dos mujeres estaban entrando en zonas térmicas ardientes, con “tocamientos genitales entre ellas”. En ausencia de testigos, quién sabe qué ocurrió, o si habrían reaccionado igual con una pareja heterosexual. En cualquier caso, nadie denuncia por gusto: fue una pareja de lesbianas la reprimida y no hay razón para no creer en su testimonio. La discriminación sigue existiendo, nos sigue latiendo en la retina, nos encrespa las células tranquilas y nos pone al acecho. Porque no hay un derecho para unos, y otro para otros: o lo hay para todos, o no hay ningún derecho.
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