Si Niños en el tiempo es la más importante aportación literaria de nuestra generación, apaga y vámonos. No porque se trate de una mala novela en sentido estricto. Está bien escrita, posee cierto encanto ese giro final que cierra el relato (aún siendo un puro truco que abunda en la pesada carga simbólica del libro) y contiene algún hallazgo poético a tener en cuenta. Pero resulta imposible emocionarse (me resulta imposible a mí, al menos) con esta exploración del dolor que tiene el eterno asunto de la muerte del hijo como eje central.
Para empezar porque no hay personajes que descubrir. El padre y la madre y Jesús niño y una mujer desconocida se resumen en categorías sin alma ni fondo que nos alcance.
Para continuar porque la voz del relato se percibe demasiado pendiente de no perder en ningún momento el tono de alta literatura que se supone ha de ubicar la narración en el territorio de las Grandes Obras.
Ah, ¿pero la ambición es un defecto?, preguntará el quisquilloso. No, no. Ni mucho menos. Se trata de que el resultado apenas deja huella (a mí, a mí, sí, pero no sé reseñar de otro modo que exponiendo las emociones que me ha provocado la lectura así que esto es lo que hay).
El equivocado, evidentemente, tengo que ser yo. Santos Sanz Villanueva, Rafael Conte y otros grandes de la crítica consideran a Menéndez Salmón uno de los mejores. Y, además, no puede juzgarse a un autor por una única novela. Pero, desde luego, Niños en el tiempo no me parece la obra maestra que me vendieron en los suplementos culturales. Perdonen las disculpas.
Si quieren detalles, les diré que el libro narra la pérdida de un hijo y la posterior descomposición de la pareja que ha sufrido tal pérdida, luego una serie de estampas de la vida de Jesús en su periodo infantil y, al final, la historia de una mujer (¿joven, madura?, no se sabe) que viaja a Creta con una futura vida en sus entrañas y allí conoce a un misterioso habitante de origen español. Tres piezas que encajan en el mencionado desenlace y que, bien es cierto, se leen del tirón, con amenidad.
Incluso hay algunas imágenes brillantes que, durante un momento, nos perturban:
“Era el miedo, el primer guardián de las cosas y del mundo”.
“La noche más triste nunca es la primera. Pero la primera noche triste es la más larga de las noches tristes por vivir (…)”.
“La infancia dura poco, pero dura siempre(…)”.
Aunque también (¡ay!) Menéndez Salmón incurre a veces en una grandilocuencia que coloca el texto al límite de lo estilísticamente soportable:
“Contemplada desde el cielo, Creta recordaba a un pez arcaico, de una edad oscura, una especie extinta de monstruo marino que hubiera encontrado lugar en las viejas cosmogonías junto a los dioses, los titanes, el amanecer de la cultura”.
Todo lo cual me suena tan campanudo que provoca una inmediata distancia, qué le vamos a hacer. La palaba cosmogonía no puede usarse impunemente.
Pero, insisto, supongo que es mi problema el no alcanzar a tocar con los dedos la emoción del relato. Apenas rozo la tragedia que viven sus personajes, me quedo fuera. Una pena.
Prometo, no obstante, leer otras novelas de Menéndez Salmón y enmendarme.
Y tampoco desaconsejo Niños en el tiempo. Sólo digo que en mí ha provocado esa indiferencia que, incluso, bordea lo irritante.
Ahora, ustedes verán.
Niños en el tiempo. Ricardo Menéndez Salmón. Seix Barral. 223 páginas.
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