Oficinistas del mundo, uníos

27/12/2013

Daniel Serrano. La oficina ha sido fuente de inspiración para viñetistas de aquí y de allá.

Me estoy acordando de Pablo y su vetusta oficina siniestra o de Dilbert, genialísima creación de Scott Williams cuyos álbumes resultan inencontrables en nuestro país.

Yo amo las viñetas, el humor gráfico, y aún recuerdo el inmenso placer que suponía el que mi abuelo nos regalase el almanaque Agromán en el que cada año se incluían un buen montón de chistes y se daba noticia sobre quién había sido galardonado con el premio Paleta Agromán, que era el más importante del humor español. Qué tiempos aquellos.

ofi1Fue como de mediados de los 70 a mediados de los 80 lo del mencionado almanaque. Que se lo daban a mi abuelo como obsequio a su labor en el andamio a sueldo de Agromán, la principal constructora de España cuando esto era un secarral donde aún no habían crecido imparables las urbanizaciones y los rascacielos.

Pero a lo que íbamos. La oficina es lugar perfecto del cual hacer bromas y análisis social y acerar la crítica a este sistema despiadado que nos exige levantarnos cada mañana prontísimo para ir a trabajar (aunque peor es, ¡ay!, cuando no hay que tomar el tren o el autobús tempranísimo porque no hay laburo). El caso es que se publica una compilación de chistes que vieron la luz en el mítico The New Yorker y hallamos el enésimo ejemplo del nivel de excelencia de esta publicación donde han escrito los mejores y también han dibujado, por supuesto, los mejores.

El elegante trazo de tinta de las ilustraciones tiene ese punto retro que todavía conservan las portadas del New Yorker y que resulta, paradójicamente, tan moderno, tan imperecedero. En cuanto al contenido de los chistes, todo un muestrario que va de la negrura afilada al rosa tierno. Pasando, naturalmente, por el indefinido color del absurdo: El despacho del señor Smith no tiene puerta; tendrá usted que atravesar la pared, le dice una secretaria a un visitante encorbatado.

Otro: Si no le gusta nuestra propuesta, le enseñamos los gatitos. A todo el mundo le gustan. Son dos ejecutivos de camino a una reunión de negocios llevando un transportín para mininos.

        Y también: Eso es todo, Mallison. Debo decirle que me gusta cómo ha estado usted callado durante nuestra charla, dice el jefe tras su enorme mesa de despacho al sumiso empleado que se retira.

Sólo un pero. No está este volumen de La oficina en The New Yorker al mismo nivel que la magistral recopilación anterior: El dinero en The New Yorker. El libro precedente estaba realmente bien editado, cada chiste con su año de publicación (lo cual facilita ver el contexto y sacar conclusiones acerca de las preocupaciones del momento) y resultaba mucho más abundante en páginas y en ingenio.

Es decir, que da la impresión de que los editores de este volumen han hecho una faena de aliño al ver el éxito del anterior libro.

Aún así, evidentemente, el material es tan bueno que merece la pena echar una sonrisa de viñeta en viñeta. Y qué bonitos dibujos. Con ese aroma a algo que, en el fondo, ya se ha extinguido. Un tipo de humor gráfico que ya no se hace y que añoramos y que disfrutamos en recopilaciones como esta.

Y la oficina. Campo de batalla de la lucha de clases. Oficinas del mundo, uníos.

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La oficina en The New Yorker. Varios autores. Libros del Asteroide. 189 páginas.

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